Dominic Vale
Lo primero que sentí no fue la luz.
Fue el olor.
Estéril. Agudo. De ese tipo que quema la garganta — antiséptico, cloro, alcohol… el olor del dolor limpiado, pero nunca borrado.
Mi cabeza latía. Mi piel se sentía demasiado tirante, como si alguien me hubiera envuelto en fuego y luego dejado enfriar hasta volverse cicatriz.
Por un segundo, pensé que estaba muerto.
Entonces algo pitó. Constante. Rítmico. Una máquina, cerca de mi oído.
Hospital. Esa palabra se abrió paso entre la niebla de mi mente.
Intenté moverme — mala idea. En cuanto me estremecí, un dolor blanco, ardiente, me atravesó las costillas. Gemí, ahogándome en él.
—Hey, hey, despacio.
Una voz — femenina, calmada, con práctica. Una enfermera.
—Estás despierto —dijo suavemente—. ¿Puedes oírme?
Mis labios estaban secos. Sabía a sangre y medicina.
—¿D-dónde estoy? —balbuceé.
—En el General Santa María. Te trajeron hace cinco días. Te encontraron en la carretera, apenas respirando.
Ajustó algo a mi lado, con un tono