Punto de vista de Isabel
Carlos me agarró de la muñeca, me giró, y me empujó hasta que mi espalda chocó contra la pared. El sonido resonó por el pasillo como un disparo.
—Te dije que dejaras de jugar —gruñó, con los ojos desorbitados—. ¿En qué diablos estabas pensando al destrozar la ropa de Alexandra? ¿Esa es tu forma de amenazarla? ¿Planeas matarla solo para quedarte conmigo?
Me tambaleé, atónita por la loca audacia de Carlos. ¿De verdad creía que haría algo así? ¿Que todavía estaba tan obsesionada con él, tan desesperada por llamar su atención?
Carlos estaba allí, como un hombre a punto de desmoronarse, la furia danzaba en sus ojos.
—¿Destrozar la ropa de Alexandra? —repetí, sorprendida—. ¿De qué diablos hablas?
Antes de que pudiera responder, mi teléfono vibró y miré la pantalla, era Kai.
Carlos me lo arrebató antes de que pudiera parpadear.
—¿Este es tu supuesto novio? —preguntó, agitando el teléfono como si fuera una prueba irrefutable—. Ya tienes un hombre, y, aun así, sigues obsesionada con sabotear mi relación. ¿Qué eres, Isabel? ¿Tan desesperada estás por atención? —Su voz bajó, sonando realmente mortal—. ¿Debo contestarle y decirle lo que has hecho?
Di un paso adelante y recuperé el teléfono.
—No, no hice nada. Y no tengo tiempo para la telenovela que Alexandra y tú están montando.
Me giré para irme, pero Carlos no había terminado conmigo, me agarró la muñeca con fuerza y me arrastró por el pasillo.
—Si tienes problemas para recordar lo que hiciste, déjame refrescarte la memoria.
No se detuvo hasta que llegamos a la habitación de invitados, «su habitación». Entonces, empujó la puerta con brusquedad.
¡Parecía una escena del crimen!
Trozos de tela destrozada por el suelo y tacones de diseñador pateados en las esquinas. Cada rincón estaba hecho trizas, pero lo peor eran los vestidos de Alexandra, docenas de ellos, hechos jirones. Incluido el que llevaba el día de mi cumpleaños.
—¿Ves? —escupió Carlos—. ¿Sigues queriendo hacerte la inocente? ¿Sigues queriendo mentir? ¿Quién más pudo haber hecho esto? ¿Tu criada? ¿Tu hermano? ¿O acaso crees que Alexandra cortó la ropa ella misma y te echó la culpa?
Esa última parte no era imposible; Alexandra se había tirado por las escaleras la última vez y había llorado diciendo que yo la había empujado.
Antes de que pudiera hablar, la puerta del baño se abrió. Alexandra salió envuelta en una bata de seda, con los ojos rojos y la voz temblorosa.
—Por favor, Isabel —susurró—, sé que no me quieres, pero destruir toda mi ropa… eso es demasiado cruel… incluso para ti. —Se acurrucó junto a Carlos como una víctima trágica—. Cariño, vámonos. Ya no me siento segura aquí. ¿Y si ella… me hace daño?
Carlos la atrajo hacia sí, mirándome como si fuera un monstruo.
—Nos iremos, no te preocupes. ¿Quién demonios quiere vivir bajo el mismo techo que una loca? —inquirió, antes de volverse hacia mí, añadiendo, con voz fría—: Pero, antes de irnos, creo que es justo que pruebes un poco de tu propia medicina, Isabel. Mujeres como tú no deberían pensar que son intocables.
¿Qué demonios significaba eso?
—Te dije que no hice esto —le recordé, intentando mantener la calma—. No tengo tiempo para ver cómo ustedes dos montan una telenovela.
Empecé a irme, pero Carlos rápidamente ordenó:
—Detenla.
Uno de sus guardias se interpuso frente a mí, bloqueando mi camino.
Me quedé paralizada.
—¿Se dan cuenta de que esta es mi casa? —inquirí, lanzando una mirada fulminante al guardia—. Ustedes son invitados, no tienen derecho a detenerme.
El guardia dudó, hasta que la voz de Carlos volvió a cortar el aire:
—Detenla. Yo me haré responsable.
Soltó una risa lenta y venenosa.
—Soy un invitado de tu hermano, no tuyo. Y tus preciados casinos aún dependen de mis contactos, si alguien debe tratarme bien, eres tú, Isabel.
Alexandra intentó calmar la situación, rozándole el brazo de con los dedos.
—Carlos, déjalo pasar. Probablemente, Isabel solo… perdió el control. No vale la pena.
Carlos se volvió hacia ella, y, con una voz de acero, dijo:
—¿No vale la pena? Esto no fue una broma, fue una amenaza. Y pienso responder igual.
Di un paso atrás.
—¿Qué quieres?
Se giró lentamente hacia mí, una calma aterradora se posó en sus rasgos y luego sonrió.
—No voy a destrozar todo tu guardarropa —dijo, con una oscura diversión en su voz—. Solo lo haré con el atuendo que llevas ahora mismo.
Mi corazón se detuvo al notar que hablaba en serio.
Esa sonrisa torcida permaneció en su rostro mientras sacaba una navaja del bolsillo, como si fuera un simple juguete. Ahora parecía el heredero de la mafia que realmente era intocable, peligroso, y embriagado por el control.
—No te atreverías —le advertí, con voz baja—. Estás cruzando una línea, Carlos.
Se acercó más.
—Oh, por favor —se burló—. No te hagas la inocente, esto te lo buscaste desde el momento en que decidiste meterte con Alexandra.
Levantó la mano con un gesto casual, casi aburrido y ordenó:
—Sostenla firme. Vamos a enseñarle a la señorita Isabel Marcellus un poco de modales.
Su guardia me sujetó con más fuerza, inmovilizándome como si fuera una muñeca de trapo.
—No —grité—. ¡No! ¡No te atrevas!
Luché, el pánico arañaba mi pecho.
—Carlos, te di todo lo que querías. ¿Por qué sigues atormentándome? ¿Qué más quieres de mí?
Sabía que era un monstruo, pero ni en mis peores pesadillas, pensé que me volvería a atacar así.
—¡Detente!
—¡Detente!
La palabra resonó en el pasillo al unísono, provenía de dos voces llenas de furia. Eran Kai y Damián.
Mi hermano llegó primero, con la ira iluminando su rostro mientras golpeaba la mandíbula del guardia, haciéndolo caer al suelo.
—Quita tus malditas manos de mi hermana —gruñó—. Eres un invitado en esta casa, Carlos. No un maldito rey.
La voz de Kai fue más baja, pero mucho más gélida.
—Señor Cruz —dijo con frialdad y la mirada fija en Carlos—, ¿qué planeaba hacerle a mi novia?
Carlos se giró, y su rostro se oscureció al instante.
—¿Novia? —repitió—. Así que es cierto. Estás con él… con Kai Díaz. —Hizo una pausa, y su voz sonó cargada de burla, cuando añadió—: Isa se portó mal hoy. Solo estaba dándole una lección.