Las visitas que, en primera instancia, prometieron ser cada dos meses, se modificaron a cada tres o cuatro meses.
En tanto el tiempo transcurría, Nathan perdió toda esperanza de salir de allí.
Su cuerpo perdía peso a medida que los días pasaban. Sus labios se veían resecos y sus manos se volvieron ásperas luego de obtener un trabajo de limpieza dentro de la cárcel. Con el transcurso del tiempo, pasó a dar tutorías de educación básica a otros reclusos, lo cual le ayudó a ganarse la cordialidad de algunos de sus compañeros.
—Fuma conmigo —le exigió un día Cristóbal, un hombre que llevaba cinco años por el crimen de robo.
—No fumo —Nathan no mentía.
Sin embargo, su compañero no se lo tomó bien y comenzó a gritarle si acaso esa marca de cigarrillos no era propia de alguien de su alcurnia.
El joven tomó un respiro y, con voz quebrada, le respondió que su madre murió de cáncer, una de las tantas razones por las que no caía en ese vicio. La expresión de enojo en el rostro de Cristóbal