53°

Cuando los brazos de Alexander al fin me soltaron, unos minutos después, sentí cómo el frío me invadía. Él abrazó con fuerza a su pequeño hijo y luego lo apartó para mirarlo a la cara.

— ¿Estás bien? — le preguntó.

El niño, asustado, asintió, pero ni siquiera fue capaz de soltarse del cuello de su padre.

Siguió ahí aferrado como una pequeña pulguita. Yo me abracé a mí misma al contemplar aquella escena. Los remordimientos me invadieron nuevamente y me pregunté si tal vez en realidad estaba haciendo lo correcto ocultándole a mis hijos a Alexander.

Él tenía derecho a saber que eran suyos, y ellos tenían derecho a que él los abrazara como estaba abrazando al pequeño Esteban.

Tal vez no debía hacerlo por él. Tal vez debía hacerlo por ellos. Los primeros años fueron más fáciles, pero ahora, cuando ya eran mucho más conscientes, no podían faltar aquellas preguntas: "¿Quién es mi papá? ¿Por qué mis compañeritos tienen papá y yo no?".

Raúl y Federico se habían criado con ellos como sus tíos,
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