Fuera de la habitación del hospital, Teresa y Sara estaban de rodillas mientras David, furioso, les gritaba.
Un vaso de agua se estrelló contra el suelo, rompiéndose en pedazos.
A pesar de que su voz no era especialmente alta, cada palabra de David resonaba con una autoridad aplastante:
—¡Tú, ingrato! ¿Quieres que me muera de un coraje?
Carlos dio un paso al frente, intentando calmarlo.
—Papá, sé que Sara cometió errores, pero eso se debe a que la mimamos demasiado cuando era niña. Yo también soy responsable por haberle permitido tantas cosas. Déjame enviarla al extranjero. Al fin y al cabo, es mi hermana, y quiero asegurarme de que encuentre un buen esposo que la cuide.
Desde la entrada, Sara lloraba mientras suplicaba:
—¡Papá, por favor! Sé que hice mal, pero no quiero irme al extranjero. ¡Hermano, por favor, no me obligues!
Teresa, con los ojos llenos de lágrimas, también imploró:
—David, por favor. Por los años que he dedicado a cuidar de ti y de nuestra familia, perdona a