Rudolph despertó conmigo. No se fue durante la noche. Quedó arropado a mi cuerpo, embriagándome con su aliento, arrullándome con el tamborileo de su corazón, atada a sus grandes brazos, hundida en su pecho igual a pollito desamparado.
-Quiero tener un hijo contigo-, le dije entonces.
Mi marido mantuvo sus ojos cerrados. -Estoy muerto, no lo olvides-, me dijo.
-Pero yo te siento tan real, tan vivo que quiero quedar embarazada-, le subrayé convencida. Rudolph recién me miró. Sus ojitos eran mágicos, redondos, grandes, muy románticos y varoniles a la vez, dominantes como un macho alfa que me seducía y me volvía su sumisa.
-Es imposible-, me insistió.
No es que quedara decepcionada, pero sí me sentí afligida. Mientras me duchaba pensaba en lo que le había dicho a mi marido, en la posibilidad de tener un hijo con él. Y recordé una noche que tomábamos café y manzanilla veíamos televisión.
-La clínica ha abierto un banco de semen, Patricia-, fue lo que me dijo.
¿No recu