Era mi fin, lo sabía. Sebastián sostenía el enorme cuchillo entre sus manos, tenía la furia y la ira dibujada en su cara y sus ojos estaban inyectados de cólera y maldad, a la vez. eso lo veía. Yo lloraba a gritos, me tapaba la cara, me envolvía en mis pelos pensando en cubrirme. Le rogaba a gritos que no me matara. -¡¡¡Estoy embarazada!!!-, le decía miles de veces, pero Sebas pensaba que era imposible que estuviera encinta porque no frecuentaba a ningún hombre y, obviamente, ignoraba de mi inseminación artificial.
-¡¡¡Vas a morir, perra!!!-, me gritó Sebastián y sentí su aliento, echando humo, envolviéndome como un vaho horripilante, tétrico y fantasmagórico, igual a una densa neblina que me asfixiaba y ahogaba. Supe, en ese milésimo de segundo que iba a morir.
Sebas jaló el codo para luego hundir el enorme cuchillo en mi pecho y grité aterrada, con todas mis fuerzas, por instinto, por querer desahogar mi angustia, por intentar aferrarme a alguna tabla de salvación, encontrar un