Mi Mejor Canción
Mi Mejor Canción
Por: Flor M. Urdaneta
Prólogo

—Natalie­ —dijo una voz suave, melancólica… tan lejana como un murmullo—. Natalie —pronunció de nuevo, ahora más cerca.

Traté de abrir los ojos, pero fracasé. Mis párpados se sentían como dos compuertas de titanio. El cuerpo me pesaba igual, se había transformado en una prisión de la que no podía escapar y estaba desesperada por hacerlo.

—Natalie, mi amor —insistió la voz.

¿Quién es Natalie? ¿Por qué la llama?

Mi mente vagaba por calles intrincadas y oscuras, donde no había más que neblina y silencio, un silencio tan devastador que crispaba cada parte de mi ser. Pero, en medio de las tinieblas, vi un haz de luz que comenzaba a consumirse.

Corrí en esa dirección.

Luché contra la oscuridad que me quería arrastrar de regreso a aquel abismo.

Peleé con obstinación y la dominé.

Escapé, pero me sentía tan cansada que, hasta el mínimo movimiento ameritaba un gran esfuerzo. Sin embargo, era tal mi convicción que no cesé en mis intentos de abrir los ojos, hasta que finalmente respondieron.

Uno, dos, tres parpadeos… Traté de adaptarme a luz, a aquel resplandor intenso que me encandiló, haciendo que mis ojos derramaran lágrimas.

Borroso, todo era borroso y confuso.

—¡Oh mi Dios! ¡Estás despierta!

Habló la misma voz que llamaba a Natalie. Seguí con la mirada el sonido y me encontré con una silueta que poco a poco cobró forma. Se trataba de una mujer mayor, de cabello cenizo, ojos cafés y piel morena. Las pequeñas arrugas en la comisura de sus labios, y debajo de sus ojos, me dieron una idea aproximada de su edad. Quizás unos cincuenta y cinco años o más. La mujer se echó a llorar mientras decía constantemente: «Gracias, Dios».

De pronto, su rostro se comenzó a desdibujar ante mis ojos. Me sentí desorientada… fatigada. La confusión dominaba mis pensamientos y no me concedía un espacio para entender lo que estaba pasando.

¿Dónde estoy?

¿Quién es ella y por qué llora?

¿Quién soy?

Preguntas sin respuestas.

Desconcierto, duda… dolor.

Me dolía más el alma que el cuerpo. ¿Por qué? Quise saber.

—Todo estará bien, Natalie. Mamá está contigo —sollozó.

¡Mamá! ¿¡Ella es mi mamá!?

Ni su rostro, ni su voz, me dieron indicio alguno de que aquello fuera cierto. Y lo intenté, traté de encajar las piezas en mi cabeza, una y otra vez, pero nada tenía sentido para mí. Aquel desconcierto aceleró los latidos de mi corazón, con un palpitar tan intenso que se sentía en cada parte de mi cuerpo, corriendo por mi torrente sanguíneo como un río bravío. Sentía miedo, tanto que comencé a sollozar fuerte y dolorosamente.

—Natalie, cariño —susurró la mujer con letanía.

—¡No soy Natalie! ¡No me llames así! —grité con desesperación.

La mujer entornó los ojos y dio un paso atrás. Lo vi en su gesto, en su mirada, estaba confundida y asustada. ¿Más que yo? No, nadie tenía más miedo que yo.

—¿Qué me pasó? ¿Por qué no recuerdo nada? ¿Por qué no sé quién soy? —le pregunté. Las palabras se precipitaron fuera de mi boca con rapidez. Quería respuestas, las necesitaba.

—Cariño… —balbuceó, acercándose a mí, hasta intentó tomar mi mano, pero me hice un ovillo en señal de rechazo. No quería que me tocara. No quería que nadie lo hiciera.

La mujer se cubrió la boca con las manos mientras negaba con la cabeza, perturbada por mi aversión. Me dio pena la desilusión que mostraron sus ojos, pero no estaba en condiciones de preocuparme por terceros cuando mi cabeza era un caos.

—Iré por un médico —dijo con la voz entrecortada.

Se fue. Me dejó sola en este lugar frío y descolorido.

Sí, porque todo a mi alrededor era blanco, tan insípido y vacío como mi mente. Y lo odié. Odié aquel color, odié no recordar mi vida, odié cada segundo mientras estuve sola en aquella habitación, esperando que la mujer regresara. Odié aquel miedo que me hizo pensar que, si pasaba mucho tiempo sin nadie a mi alrededor, volvería a la oscuridad, a aquel sueño aterrador del que apenas pude escapar.

***

Una semana después, luego de exámenes y estudios exhaustivos, los médicos confirmaron mi diagnóstico: amnesia a causa de un trauma psicológico.

—¿Qué provocó el trastorno? ¿Cuándo recuperaré mis recuerdos? —le pregunté al médico que me estaba tratando.

—Tú reprimiste tus recuerdos, tú debes liberarlos—concluyó.

 ¡Me sentí tan perdida! ¿Cómo se suponía que obligaría a mi mente a hacer algo así? Él debía ayudarme. ¡Tenía que haber algún modo! Y no hablaba de sentarme en un diván a hablar, como en los últimos siete días, quería una solución inmediata que devolviera el aire a mis pulmones, porque así me sentía, que no podía respirar.

Y, cuando pensaba que nada podía ser peor, Pattie, mi supuesta madre, develó una verdad que me arrastró de regreso a la terrible pesadilla que cada vez era más lúgubre.

Estuve tres meses en estado de coma. ¡Tres meses!

Quería correr hasta que mis piernas no pudieran más.

Quería gritar, gritar a todo pulmón hasta que mi voz despertara aquellos recuerdos cautivos.

En medio de mi desesperación, una pregunta cobró fuerza.

¿Qué obligó a mi mente a encerrar mi pasado?

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