Un mes después del juicio, vendí la residencia de mi padre en el bullicioso Londres y me fui al extranjero. Casi un año después, volví a la mansión victoriana donde había crecido de niña.
Con nostalgia y sujetando una pequeña canasta con una mano, recorrí las amplias habitaciones antiguas, las salas enormes y espaciosas, los jardines clásicos bien cortados. Un año fuera del país me había servido para superar el desprecio de mi padre y dar vuelta de página.
—Bienvenida a casa, Madame Campbell —me saludó una mujer mayor, vestida con un traje de servicio. Observó la canasta con curiosidad, pero no dijo nada al respecto, y yo se lo agradecí.
Escucharla llamarme Madame se sintió extraño. Pues por mucho tiempo, estuve lejos de ser una señorita, muy lejos... Hasta que un hombre me encontró y se enamoró de mí.
Sacudí la cabeza y exhalé hondo, sentándome sobre un costoso sillón rojo de terciopelo. Miré lo que había dentro de la canasta, sonriendo con alivio. El pasado ya no importaba, yo al