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Varios trozos de cristal junto a mi cara, salpicaduras de sangre y una mancha de ácido que ya no volvería a salir del piso.

Desperté preguntándome si realmente ocurrió o todo había sido una pesadilla, pero la amargura de mi boca no dejaba espacio a la duda.

En realidad no quería, pero incliné un poco la cabeza para releer la despedida: Irene se marchaba sin rencor, sin explicaciones, sin tiempo para asimilarlo. Desaparecía igual de rápido que llegó.

Debía llevar mucho tiempo durmiendo, porque volvía a ser de noche. Una sonrisa de payaso triste se burló de mí desde el espejo antes de que me remojara la cara y saliera disparado a la calle.

Anduve deambulando media hora, dejándome acariciar por un aire frío más que fresco, hasta que el estómago me obligó a colarme en un local desconocido. Al entrar rebusqué instintivamente en el bolsillo y dibujé otra sonrisa al roce del fajo de los billetes. Definitivamente, no lo había soñado.

Un filete con papas fritas, un par de huevos y una cerveza vinieron a rescatarme de los malos pensamientos.

- Que aproveche, dijo el camarero.

- Muchas gracias, contesté saboreando esa brizna de cariño vacío, y me lancé a devorar la carne.

Varios metros más allá una desconocida aguantaba divertida el embate de uno de esos tipos que matan las horas en las barras de los bares. Gente sin vida y sin nombre que sobrevive milagrosamente.

Presté atención un segundo (“…tengo trabajo, coche, casa propia…”), pero volví de inmediato a mi plato y mi cabeza.

Tampoco era tan grave. No sabía si dolía más perderla o que me abandonara por otra mujer.

Pasé de la indiferencia al despecho tan rápido como había cruzado la delgada línea que separa el bien del mal.

Me refugié en el olvido, pero me pudo la duda.

Me rescataron el cariño y la ternura, pero la bilis acabó tumbándome de nuevo.

Dejé de comer, pagué y me dispuse a salir, tropezando en la puerta con la despedida del cliente anónimo.

- Bueno señora, ya nos veremos por aquí. Éste es el mejor bar del barrio… camarero póngale algo a la señora, que la invito yo. Y apúntamelo, que ya te lo pago, decía dejando aflorar el laberinto de su estupidez y arrastrando las palabras y los pies hacia la salida.

Lo odié. Concentré en él toda la rabia contenida un rato antes.

Mirándolo bien me llamó la atención el mal estado de sus ropas, sucias, rotas y descosidas.

Una leve cojera, un zapato más gastado que el otro (“…trabajo, coche, casa propia…”) y unos pantalones que nadie había ajustado. Olía mal.

Me sorprendí siguiéndolo en la distancia.

Caminaba despacio y no resultaba difícil.

A veces paraba y yo hacía lo propio una cuadra más atrás. Hizo un par de intentos fallidos por entrar en un bar, sin duda la presencia de alguien le incomodaba y le obligaba a seguir caminando.

Aquel tipo vagaba sin rumbo, sólo eso sabía, adentrándose de cuando en cuando en los callejones de una ciudad que por momentos me resultaba desconocida. Sucia y atractiva a la vez.

No había medidas, ni tiempo, ni conciencia, ni fronteras que separasen a los buenos de los malos otra vez aquella noche.

Se detuvo a la entrada de una pequeña calle, junto a un par de cubos de basura. Se agachó y comenzó a hablar con un viejo harapiento, borracho, empapado y medio dormido sobre un cacillo lleno de monedas.

El anciano no podía más que emitir algo parecido a un llanto. Se aferraba a la tacita que aquel caradura quería quitarle, y lloraba. No le quedaban fuerzas, pero no había manera de hacérsela soltar.

Paré y me quedé observando de lejos hasta que un estallido sorprendente retumbó en mi cabeza, un breve martilleo y una parte de mi cerebro comenzó a agitarse: aquel mamón estaba pateando al abuelo, que ya no pronunciaba sonido alguno. Le había arrancado el cacillo de las manos, la mitad de las monedas rodaban por el suelo, pero él seguía golpeándolo.

Se metió el dinero en el bolsillo y le tiró el cacharro a la cara.

No me moví hasta que lo vi adentrarse en la oscuridad.

Luego todo fue muy rápido. Las sienes tamborileando. Corrí cuanto pude, paré frente al viejo, lo miré mientras se tapaba la cabeza con las manos, cogí una estaca de madera del cubo de la basura que tenía a su lado. Seguí corriendo hasta llegar a la altura del tipo y golpearlo en la nuca.

El hombre cayó, se giró y me miró entre asombrado y asustado desde el suelo. Se tocaba, mareado, y gruñía. Se retorcía de dolor, reconociendo en mí un rostro del último bar. Intentó incorporarse al tiempo que recibía un nuevo estacazo en la boca y perdía el conocimiento.

Aún lo golpeé varias veces más en la cabeza antes de sentarme sobre su pecho y apretarle la garganta con mi bufanda hasta que me aseguré de que había dejado de respirar.

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