Capítulo 3

Querida madre:

    Estoy bien, conseguí un trabajo como sirvienta en una mansión, cuyos dueños se apellidan Campos. El señor Juan me aceptó casi sin problemas aunque creo que su hijo Pablo tuvo bastante que ver. No he pasado frío ni hambre, y espero que ustedes tampoco, ni bien consiga mi primer pago enviaré dinero para que puedan vivir y alimentarse.

    Los extraño mucho, eso no pienso negarlo pero creo que todo esto es necesario por muchas cosas, entiendo que estés molesta pero quiero que entiendas que también necesitaba abrir mis alas para intentar tomar vuelo y que las tormentas que tenga que pasar, también las voy superar. Te amo, como a mi abuela y como a mi hermano.

     Intentaré volver lo antes posible para aunque sea abrazarlos por un par de minutos.

Los quiere, Katrina.”

  Cerré esa carta en un sobre color beige, pero no sabía siquiera donde enviarla, la guardé en el bolsillo de mi uniforme.

  Comencé limpiando la sala con dedicación, debía hacer todo de la mejor forma para evitar que me despidieran, no podía ni siquiera arriesgarme a perder esta oportunidad. Luego me pidieron que me encargara de tender la ropa en otra habitación. Tuve que llevar la ropa a un lugar en una esquina del jardín donde solo había sogas para tender la ropa mojada, ¿Acaso en cosas tan absurdas gastaban el dinero los ricos? ¿Qué tenía de malo que la ropa estuviese colgada en el jardín del fondo donde la gente no la ve normalmente?

  Comencé a cantar, de todos modos nadie podía escuchar nada, dos canciones me habían llevado terminar de colgar todo, con el balde vacío me di vuelta de prisa, verlo hizo que gritara del susto y terminé tirando al piso el balde haciendo bastante estruendo.

-Tranquila -Dijo Pablo.

-Lo lamento, me asusté mucho -Me disculpé.

-Ya veo -Dijo Pablo.

  Levanté el balde y lo dejé cerca de la puesta para poder descolgar lo que ya estaba seco.

-Cantas muy bonito -Comentó Pablo.

-Muchas gracias -Agradecí.

- ¿Te gusta la música? -Preguntó Pablo.

-Sí, la música es mi vida, no podría vivir sin ella -Afirmé.

- ¿Sabes tocar algún instrumento? -Preguntó Pablo.

  ¿Cómo explicarle? Sí, se tocar la guitarra o al menos eso creo, pues jamás había tenido el privilegio de poder demostrar que podía, pasé años observado a un artista callejero amigo durante mi trabajo vendiendo pan, sabía que si ponía dos dedos, uno sobre otro, en el tercer lugar tenía una melodía muy aguda y que en cuando más me acercaba al cuerpo más grave se escuchaba, a veces cantaba con él pero solo en algunas pocas ocasiones, solía decirme siempre que triunfaría en todo lo que me propusiera, quizá falte tiempo para descubrir si lo que él me decía era verdad. Mi gran amigo Federico, la vida le ofreció un obsequio a la muerte de muy poca edad.

   Comencé a juntar la ropa, cada prenda la doblaba y dejaba en la mesa para cargarla.

-Algo así -Contesté- Nunca he tocado ningún instrumento.

- ¿De verdad? -Preguntó Pablo- Tienes una entonación perfecta.

-Gracias -Dije amablemente- Supongo que mi padre me ha enseñado bien.

- ¿Enserio? Eso es muy bueno -Comentó Pablo- Si algún día lo conozco quizá podría escucharlos cantar juntos.

  Se hizo un silencio un poco incómodo.

-Volveré a cantar con él cuando yo me vaya al cielo -Conté.

-Lo lamento, no lo imaginé -Dijo rápidamente arrepentido Pablo.

-No te preocupes, no tenías por qué saberlo -Manifesté.

-En verdad lo lamento, prometo preguntar la próxima vez -Aseguró Pablo.

-Está bien -Respondí.

  Se volvió a hacer otro silencio, yo continué con mi trabajo mirando a través de la ventana, seguía movilizándome un poco hablar de mi padre a pesar de que ya había fallecido hace cinco años. Independientemente de lo seguro que nos podamos encontrar sobre haber superado a una persona o una situación, a veces esa pequeña arena en el fondo del frasco del dolor podía terminar completando todo el frasco en apenas un segundo.

  Recuerdo como si hubiera pasado ayer esta desgracia, las últimas palabras que me dedicó: “Siempre serás mi hija porque yo te elegí, mi amor”. No las había entendido mucho en ese momento, aun sigo sin entenderlas, creo que simplemente las dijo por el deseo que tenía de tenerme, siempre fue muy cariñoso conmigo, en cada oportunidad que había tenido me colmó del amor más lindo y sincero que pudo, hasta el último día en el que había escuchado su voz. Pero sin embargo la muerte le llegó faltándole mucho por vivir.

  Me gustaba pensar en que las personas buenas y los padres jamás morirían, pero a veces eso no nos garantiza que no llegue a suceder en el momento más inoportuno. 

  Pablo comenzó a cantar una de mis canciones favoritas, de esas que no te cansas de escuchar aunque ya se haya reproducido cinco veces en el día, de esas que nuestra mente canta a la hora de dormir y no te dejan conciliar el sueño. Me quedé realmente sorprendida, abrí bien los ojos y volteé a verlo, tenía una voz maravillosa y gruesa aunque no tanto, me encontraba realmente maravillada.

-Continúala por favor -Pidió Pablo.

-Lo lamento, no la conozco -Mentí.

  Me moría de vergüenza de cantarla por más de que mi mente y mi corazón ya la estuviesen gritando, hasta me sorprendía que no lograra escuchar lo fuerte que sonaban, mientras se acompañaban de los retumbes de mi corazón que parecía que se me saldría por la garganta: Me había puesto tan nerviosa que no tenía muy en claro como poder reaccionar ahora.

  Pablo pensó durante unos segundos más, mi voz tartamudeaba tanto y mi rostro estaba tan acalorado que volví a darme vuelta intentando calmarme. Suponía que los tomates rojos que tenía al frente de mis ojos estaban más pálidos que mis mejillas, ¡Quería que la tierra me tragara en este momento!

  El joven Campos no se rindió, comenzó a cantar una de las canciones que antes estaba cantando a todo pulmón.

-Dale, continúala -Insistió Pablo.

-Gracias pero no puedo, estoy trabajando -Argumenté.

-Sólo una -Pidió Pablo.

  Lo pensé durante unos segundos, después de todo esa canción también me gustaba mucho y entonar canciones muchas veces me ayudaba a poder lidiar con los nerviosismos que cargaba, él no tenía intenciones de permitirme irme sin cantar así que cumplí con su pedido. Fue un momento realmente único, como si la hubiésemos ensayado durante meses, ¡Era magia! Su timbre mezclándose con el mío se oían tan bien que me generaba la sensación de que tendría que cantar con él por siempre y nunca más sola: Como si nuestras voces hubieran sido fabricadas para superponerse una sobre la otra. 

  Era como tocar el cielo con las manos y al mismo tiempo tenerlo a merced de mis pies, los colores vibraban, la vida dolía un poco menos. Su sonrisa se me tornó perfecta como sus ojos, no debía permitir que esto avanzara, tomé la ropa ya ordenada y me diría hacia la puerta.

-Lo lamento señor Campos, pero debo seguir trabajando -Dije disculpándome.

  Pablo no me prohibió el paso, se corrió de la entrada y con su mano me indicó que podía pasar. No pude evitar sonreír como una niña con un juguete nuevo en una fecha insignificante, donde no esperas recibir nada, sólo esperaba que nadie me viera en tal situación que por más de que no tuviera nada de malo, me avergonzaba bastante.

  Me dirigí al cuarto de Samanta para ordenar su ropa, no tendría problemas para identificar cuál era la de ella, ni tampoco su cuarto: Tenía una puerta color rosa con su nombre escrito en letras cursiva, me hubiese gustado podido tener ese privilegio, cuando era pequeña apenas me separaba una cortina del resto de la casa. 

  Su cuarto era muy grande, como si fuesen ocho habitaciones de la que tenía en esta casa, las paredes vestían un tono pastel, el techo era de color azul oscuro y no entendía porque, le sacaba mucha luz al lugar, tenía una cama de dos plazas adornada con finos tules blancos, peluches tan grandes y limpios, tenía que prestarle suficiente atención si quería contarlos ya que a simple vista no lo podía hacer. Me hizo recordar que cuando tenía su edad yo tenía dos: Uno como de veinte centímetros color blanco en forma de oso que se volvió bastante percudido y un perrito marrón de orejas largas un poco más chico que el otro, ambos se los heredé a mi hermano en cuanto nació, entendí en ese momento que tenía que cumplir responsabilidades para ayudar a que no le faltará nada y no tendría tanto tiempo para jugar.

  También tenía unos finos y elegantes muebles blancos, un gran espejo que ocupaba media pared pero tenía una barra de metal en el medio, ¿Para qué le habían puesto? ¡No tenía sentido! ¿Acaso no se dieron cuenta que había una barra delante de donde ponían el espejo? ¿O no se dieron cuenta de que la pusieron sobre el mismo? ¡Los ricos son tan raros! Ordené su ropa en ese enorme mueble que abarcaba media pared mientras intentaba sortear un poco de espacio entre toda la ropa que ya había dentro, ¡Era demasiada!

  Como no sabía en qué lugar iba el resto de la ropa lo dejé en el área de servicio, mis compañeras de trabajo dijeron que se encargarían de ello: Suponía que era de los señores Campos. El día había sido bastante agotador, trabajé mucho más que en cualquier otro día de mi vida pero no iba a quejarme de nada, tan solo los pies me dolían por haber estado parada durante tantas horas, la verdad era que la casa era mucho más grande de lo que me había parecido al llegar. Ni bien toqué esas suaves y perfumadas sábanas caí sumamente rendida.

  A la mañana siguiente pedí ayuda a una de mis compañeras como mandar la carta para mi madre, fui a primera hora antes de que todos despertaran y logré enviarla por un costo menor, un poco más de un cuarto de mis panes. Volví a la mansión al poco tiempo, tuve el privilegio de bañarme con agua caliente como pocas veces había podído deleitarme a lo largo de mi vida, ya que en invierno solamente calentábamos agua y aun así no era tan caliente como esta, prácticamente ni sentía el agua caer sobre mi cuerpo por lo muy pequeñas que eran las gotas, el jabón era tan cremoso y suave, despedía un aroma tan dulce, los producto para el cabello tan finos y dejaban el pelo tan suave y casi sin nudos, realmente era una linda experiencia que muchos la tienen normalmente, aunque yo no.

  No quería salir de esa sensación tan reconfortante pero no podía quedarme a vivir debajo del agua que caía sobre mi cabeza.

  Me vestí con mi uniforme, me puse el perfume casero que siempre preparaba, no tenía dinero para comprar otra cosa, quizá no era el más delicioso del mundo pero me hacía sentir afortunada ¡Al menos tenía uno!

- ¿Quién ordenó mi ropa? -Gritó Samanta.

  Repetidas veces, mientras caminaba por la casa con los brazos extendidos, los puños firmes y cerrados, y los hombros rígidos, podría decirse que hasta se podía ver el odio en su mirada.

- ¿Nadie piensa hacerse cargo? -Gritó molesta Samanta.

- ¿Qué pasó Samanta? -Pregunté amablemente.

- ¿Fuiste tu novata? -Insistió Samanta.

-Yo he puesto la ropa en tu armario -Admití.

- ¿Por qué mezclaste los colores? -Preguntó molesta Samanta- La ropa debe ordenarse respecto a una gama de colores, no como se te den las ganas. No es mi culpa que no tengas sentido del orden y perfección, deberías irte por dónde viniste.

  Si esas palabras hubieran venido de Patrick, que en realidad lo dudo bastante, se hubiera conseguido una buena cachetada de mi parte, y seguramente también del resto de la familia, si había algo que había aprendido desde niña era que si no me gustaba como alguien más hacía las cosas para mí, tenía la opción de hacerlas por mi cuenta y no quejarme por lo tanto de ello. Pero debía calmarme, no era mi casa, no era mi familia, y ella claramente no era Patrick. Tenía que concentrarme en que no tenía a dónde ir si me despedían. Respiré lo más hondo que pude sin dejar que lo percibiera y conté en mi mente hasta tres.

- ¡Samanta! -Exclamó Juan- ¿Acaso yo te he enseñado a tratar así a las personas?

-No son personas, son servidumbre -Argumentó Samanta.

-Ya hablaremos de esto, pídele a Katia que ordene la ropa a tu gusto -Pidió Juan.

  La niña se fue, un poco más calmada pero aún molesta. Juan se acercó hacia mí, yo crucé mis manos al frente.

-Mil disculpas, tendré más cuidado de preguntar la próxima vez -Dije apenada.

  Aunque no creía que fuese correcto pedir disculpas por tal estupidez.

-El que pide disculpas soy yo, por Samanta y la situación que te hizo vivir -Dijo Juan y me sorprendí- Samanta tomó las malas costumbres que su madre le enseñó, he discutido muchas veces con ella por ese asunto -Dijo Juan.

-No tiene porqué pedir disculpas por comportamientos que son ajenos -Afirmé.

-Lo sé, lo sé, pero como es una niña se supone que ha sido mi deber cuidarla -Argumentó Juan- Hace apenas un año que hemos perdido a su madre y aún le cuesta aceptarlo, en su cabeza hasta se le ocurren ideas de que cualquier mujer que entre aquí es candidata a ocupar su lugar cuando no es así.

  Juan hizo una pausa, tomó dos vasos los cuales los llenó de agua fresca, uno me lo ofreció y lo acepté mientras que el otro se lo comenzó a tomar él.

-Su madre tenía esa idea de que la gente que nos sirve simplemente era descartable, que debía exigir que las cosas se cumplieran exactamente de la forma en la que querían sin importar si eso traía consecuencias, de lo contrario había que dejarle el lugar a otro. Trato todos los días cambiar eso y acepto que también es mi culpa, por no ser consciente de lo que pasaba mientras me sumergía en el trabajo -Comentó Juan.

  Sus palabras me reconfortaron mucho, hicieron que disminuyera todo aquel enojo que me había provocado su forma de hablar y actuar, ¡Y sí! Una niña pequeña lo había logrado, no quería ni imaginarme como sería lidiar con la adolescencia de mi hermano, ni quería imaginarme como sería la de Samantha.

-Espero entiendas -Dijo Juan.

-Ahora entiendo todo -Dije- Muchas gracias por explicármelo.

  Juan me saludó con una sonrisa y se fue hacia la habitación de su hija, yo mientras tanto seguí con mis labores. Lavé los platos y tazas del desayuno con detergente por primera vez en mi vida, ya que antes sólo lo hacía con un trapo y agua tibia que debía calentar previamente en una olla al fuego, parecía tan mágico tener agua caliente con solo abrir una canilla.

-Katrina -Llamó Juan.

  Terminé de secarme las manos rápidamente y me acerqué a él.

- ¿Qué se le ofrece? -Pregunté.

-Necesito que me acompañes a comprar unas cosas, yo no sé elegirlas -Pidió Juan.

-Está bien -Contesté- Cuando quiera, estoy a su disposición.

-Cámbiate, ponte ropa cómoda, yo te espero -Insistió Juan- Estaré en la sala.

  Afirmé con mi cabeza, me dirigí a mi pequeño armario y me puse uno de mis vestidos nuevos: Opté por el blanco con flores celestes y violetas que llegaba hasta mis rodillas y cuyos hombros no estaban tapados, solté mi cabello y puse un pañuelo blanco sobre él para que este no se fuera a mi cara, volví a ponerme mi perfume y comencé a volver a la sala.

  Esta situación se sentía un poco extraña, apenas me conocían y me pedían que los acompañara, tal vez las demás sirvientas estaban ocupadas y por eso terminaban recurriendo a mi, a pesar de que tenía entendido que era una costumbre mandar a esas personas en vez de ir los patrones, debía estar confundida.

  Me topé con Pablo y Samanta también en la sala, él estaba con una camisa a cuadros y un pantalón color mostaza un tanto ajustado además de llevar zapatos de vestir, no voy a negar que se veía sumamente atractivo vestido de esa forma, su perfume conseguía invadir toda la sala y era imposible no querer deleitarse con el mismo. La pequeña llevaba un vestido color rosa y unas hermosas trenzas que corrían tras sus orejas.

  Me detuve ni bien los vi, realmente no esperaba que ellos también fueran de compras, no obstante imaginé que me usarían como una bolsa ambulante, después de todo Samanta tenía razón: Yo era parte de la servidumbre y cargar peso y demás cosas de las tiendas no era para gente rica.

- ¿Estás lista? -Preguntó Pablo.

-Eso creo -Respondí.

-Vamos -Dijo Juan.

  Nos subimos a un auto negro muy elegante, mucho más del que tenía mi padre. Todos nos pusimos el cinturón de seguridad e hicimos un viaje de aproximadamente diez minutos. Un gran local había allí, entramos y procedí a tomar un carro y llevarlo, supuse que era lo correcto. Caminamos un poco buscando lo que Juan quería.

- ¡Estoy tan aburrida! -Exclamó Samanta- Papá, ¿Puedo ir a comprar ropa?

-Espera que te acompañe -Dijo Juan.

  Él me dio una lista que tenía en sus manos y se fue rápidamente tras Samanta que había comenzado a correr, Pablo comenzó a reír.

- ¿Qué pasó? -Pregunté.

-Recuerdo las razones por las que no acompaño a comprar a Samanta -Respondió Pablo.

- ¿Y eso? -Insistí.

-Yo la he dejado comprar a su voluntad, que no está tan bien tampoco, y mi padre es un poco más cuidadoso con el dinero, logra convencerla de no gastar de más -Contó Pablo.

-Entiendo -Dije e hice una pausa- ¿Siempre vienen todos a comprar?

-Generalmente, es como el único momento que tenemos para pasar juntos a veces -Comentó Pablo- Mamá solía elegir las cosas, desde que murió solemos traer otra gente que en verdad sepa elegir, lo hemos intentado y hemos fallado.

  Pablo tomó un coco, lo acercó a su nariz como si pudiese sentir su olor perfectamente y me lo dio en mis manos.

-Creo que este coco está bien -Comentó Pablo y reí.

-Debes fijarte sus ojos -Comenté.

- ¿Sus ojos? ¿Dónde están sus ojos? -Preguntó imitando estar preocupado.

  Volví a reírme, realmente era muy gracioso. Le señalé lo que decía en la parte superior del mismo.

-Eso está en mal estado -Comenté- Los ojos deben estar suaves y no húmedos como están.

  También golpeé un poco la cáscara de costado notando un ruido hueco.

-Además está vacío -Agregué.

-¿Cómo es que sabes todo eso? -Preguntó sorprendido Pablo.

  Una compañera odiosa en verdad, con aires de superioridad a flor de piel, solía llevar siempre esas frutas a clases y presumía de tenerlas y poder tener los recursos para comprarlo ya que no era algo tan barato de comprar. Presté atención a todas las veces que lo hacía, notaba cada detalle y luego descubría el estado en el que encontraba en cuanto decidía abrirlo.

-Supongo que en la verdulería -Comenté.

-¡Para mí este coco está bien! -Exclamó Pablo.

-Está bien, podemos llevarlo pero no te servirá -Insistí.

-Lleva uno también -Pidió Pablo- Si gano tendré derecho a pedirte algo y viceversa.

  No me agradaba normalmente seguir este tipo de juegos, pero estaba bastante segura de que podría ganar esto, tomé uno y corroboré que estuviera bien según mis hipótesis y lo dejé en el carro. Pablo tomó un bolígrafo y marcó el que había elegido él como si fuera un pequeño niño seguro de que iba a ganar una apuesta tan absurda como esta. Sus acciones me hacían reír mucho, se notaba que era una persona agradable.

  Continuamos comprando lo que pedía la lista en la cantidad correcta.

- ¿Qué has estudiado? -Preguntó Pablo.

  ¿Estudiar? Mucho, he leído desde que tengo uso de razón, a veces novelas y otras veces cosas un poco más prácticas, como electricidad, biología, fisiología o ciencias matemáticas, pero no tengo títulos, porque debía pagar mucho para obtenerlos y sinceramente prefería tener un plato de comida para mí y mi familia en vez de poder enmarcar un pedazo de papel.

-No mucho, terminé apenas la secundaria -Contesté- ¿Y usted?

-Me encuentro estudiando ingeniería industrial -Contó Pablo.

- ¿Y qué te llevó a eso? -Pregunté.

- ¿A qué te refieres? -Preguntó confundido Pablo.

-Claro, ¿Por qué elegiste eso y no elegiste algo distinto? ¿Qué es lo que te motiva a no querer abandonarlo? ¿Cuál es la pasión que eso te da? -Insistí.

- ¿Siempre haces preguntas que te hagan pensar? -Respondió preguntando Pablo.

-Lo lamento -Dije.

  Y las palabras de mi abuela se me vinieron a la cabeza: “Jamás debes pedir perdón por ser como eres”, y tenía razón, pero estaba tan estereotipado que debemos hacer eso para complacer a otro que nos terminamos traicionando a nosotros mismos.

-Disculpa, no voy a lamentarme por eso -Agregué.

-Y me parece bien -Contestó pensante Pablo e hizo una pausa- Déjame pensar en la respuesta y luego te la contesto.

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