—¡No puedes! —gritó—. No puedes porque eres mía, Cayetana —la sujetó del cuello y la obligó a mirarlo—. Eres y siempre serás mía, mi preciosa, hasta que la muerte nos separe.
—Estás loco...—musitó.
—Lo sé —acarició suavemente su labio inferior con el pulgar—. ¿Y qué si lo estoy? Solo quiero estar co