LOS DRAGONES DEL CAOS
LOS DRAGONES DEL CAOS
Por: Demian Faust
I

 Johnny Draco había servido a la mafia italiana desde que tenía edad suficiente para atarse los zapatos solo. Habiendo crecido en un barrio pobre de Nueva York, desde niño asistía a la mafia en pequeñas labores a cambio de algunas monedas, como espiar para ellos o silbar si venían los polizontes. Su padre y su abuelo habían también servido a la mafia aunque en roles pequeños.

 Cuando tuvo la edad suficiente para ingresar formalmente lo hizo, sirviendo como guardaespaldas y rufián de poca monta. Sin mayores funciones que dar golpizas a deudores o abofetear prostitutas rebeldes. Aún así, su dedicación a la familia Mazzerati a la que servía y su excelente labor lo llevaron a subir meteóricamente la escalinata de la jerarquía, llegando a ser consigliere (capitán) a una edad inusualmente corta; 30 años.

 Sin duda, de no haber cometido la imprudencia tabú de meterse con la esposa de su jefe, Johnny pudo haber llegado incluso a ser el propio Don de la mafia de haber llegado a viejo. Pero lo que inició como una labor de custodia y protección de la atractiva mujer derivó en un inevitable romance prohibido.

 Johnny le hacía el amor a Jackeline esa noche, una de muchas noches desde hace años en que había disfrutado de aquel cuerpo perfecto de la joven siciliana. Su belleza mediterránea era un deleite para todos los sentidos, desde su larga cabellera castaña y ondulada, sus ojos azules y su piel cobriza.

 Pero Johnny no era nada feo tampoco. Su corpulencia producto de años de riguroso entrenamiento le había dejado un torso musculoso y bien marcado, el tatuaje de un dragón que le recorría la mayor parte de la espalda y una cicatriz en el pecho producto de una riña en la adolescencia. Su rostro era —como acostumbraba decirle Jackeline— como el de un dios griego; perfecto, refinado, simétrico, con un mentón partido y una abundante cabellera.

 Culminaron el mutuo orgasmo y ambos descansaron. Se habían devorado por horas toda la noche. Johnny encendió un cigarrillo…

 Pero la calma duró poco. La puerta del barato cuarto de hotel en que se hospedaban fue abierta de par en par por una patada. Cinco colegas mafiosos incluyendo su superior inmediato el subjefe Jason Scarotti entraron al lugar. Eran cuatro hombres y una mujer.

 Johnny intentó asir su arma que descansaba en uno de los pomos de la cama pero no llegó a ella a tiempo. Un par de disparos al respaldar de la cama le disuadieron de tomar el arma.

 Las balas fueron disparadas por Jane “Ojos Locos” Cavanaugh, una conocida matona de la mafia tan loca como hermosa, quien poseía un cabello rubio corto y quien sopló el cañón de su revólver para enfriarlo al tiempo que le guiñaba uno de sus ojos verdes.

 Jason Scarotti —un hombre musculoso, pelirrojo, de edad similar a Johnny y cuyo cabello largo sostenía en una coleta— lo miró con decepción. Señaló a sus hombres quienes se aproximaron a la cama. Johnny intentó defenderse pero entre dos lo sometieron aun densudo sosteniéndolo uno de cada brazo y Jane comenzó a darle una paliza. El matón remanente sostuvo a la también desnuda Jackeline al colchón.

 —Traidor, ¿Cómo pudiste? —le preguntó con encono Jason. Johnny tenía ya el rostro ensangrentado y un ojo cerrado por los golpes. Escupió algunos dientes.

 —¡Déjala ir! —rogó— ella no ha hecho nada malo.

 —No puedo, órdenes del jefe estimado —aseguró Jason chasqueando los dedos— llévenlo al baño mientras le doy una lección a esta ramera.

 —¡NO! —gritó Johnny pero fue inútil. Lo llevaron al baño del hotel donde le introducían la cabeza al excusado para ahogarlo por intervalos mientras escuchaba a Jason violando a Jackeline.

 Por órdenes de Jane, que ejercía como segunda al mando de facto, dejaron de ahogarlo.

 —Siempre quise hacer esto —declaró sonriente extrayendo un cuchillo afilado y cortándole lenta y dolorosamente la piel del pecho, dejando perplejos aun a sus compañeros por su sadismo. Cuando se sació lo suficiente les dio órdenes manuales y estos se concentraron en patear conjuntamente a Johnny.

 Cuando Jason finalizó su crimen, otro rufián continuó y Jason ingresó al cuarto de baño donde torturaban a Johnny.

 —Descuida, tenemos órdenes de darle una larga noche aun —declaró y los otros hombres se rieron—, pero en algún momento se reunirá contigo en el infierno —aseguró extrayendo una pistola de su saco y apuntándole a la cabeza.

 —Nos veremos allí, mal nacido, y allí me vengaré —juró Johnny. Jason disparó.

 Lo último que Johnny sintió en vida fue una incontrolable rabia que le consumía como el fuego. Lo siguiente que supo es que esa misma furia incontenible parecía estar brotando de su boca en forma de fuego. Se vio a sí mismo sobrevolando por lo que parecía ser un vasto desierto incandescente. Su sombra dibujada en el piso y que atravesaba las dunas a gran velocidad era serpentina y con alas de murciélago, pero además, gigantesca. El cielo, sin embargo, no era azul sino rojizo.

 Loco de ira y rencor llegó hasta lo que parecía ser una antigua civilización. Una ciudad enclavada en el desierto pero cerca de un océano de color rojo y un enorme y caudaloso río. Allí desató su furia sobre las humildes casas de adobe y techo de paja. La población aterrada emergía de las viviendas carbonizada o escapaban del fatídico fuego consumidor exclamando aterrados.

 —¡Apofis! ¡Apofis! —gritaban algunos y clamaban hacia la única diosa permitida de adorar en su mundo cuyas estatuas e imágenes resaltaban en el paisaje, y a quienes rogaban llamándole “Madre”.

 Johnny, en su forma de dragón, descendió hasta el piso de lo que parecía ser el centro de la ciudad, justo al lado de una esfinge con rostro femenino. Aun enloquecido por la ira, continuó vomitando llamaradas incandescentes, hasta que una figura sobrevoló hasta su locación.

 Montando sobre una esfinge real, una mujer de piel blanca y cabellos negros lacios lo rodeó esquivando como pudo la arremetida de fuego. Su quimérica montura descendió sobre el piso arenoso y ella inmediatamente saltó dirigiendo una potente invocación en contra del monstruoso reptil.

 Johnny comenzó a sentirse aturdido, obnubilado, al punto que su ira se apaciguó y su mente empezó a perder el control. Sintió como su cuerpo se transmutaba lentamente devolviéndose lentamente al tamaño que tenía siendo humano y perdió completamente el sentido.

 —¡Doooonny! ¡Doooooonny! —decía la voz de Jackeline. Johnny pudo verla como una imagen fantasmal clamando hacia él y extendiendo su mano.

 —¡Jackeline! —gritó Johnny intentando aferrarla pero ella se desvaneció.

 Cuando Johnny despertó se encontró en lo que parecía ser un palacio de tipo egipcio. Estelas con jeroglíficos decoraban las paredes de unas palaciegas estancias localizadas al lado del río sanguinolento que había visto antes y del cual, algunas veces, emergían tentáculos negros de algún monstruo marino.

 Johnny intentó tocarse la aturdida cabeza, pero no pudo. Sus brazos estaban atados a dos grandes pilones, y se encontraba desnudo. Idéntico a cómo murió excepto por la ausencia total de tatuajes y cicatriz.

 —Así que éste es uno de los dragones —dijo una voz femenina. Hablaba en una lengua gutural y siseante que nunca había escuchado antes pero que de alguna forma comprendía.

 —Así es, Ama —respondió otra voz femenina en el mismo lenguaje. La mirada de Johnny se despejó lo suficiente y pudo ver que quien hablaba frente suyo era una mujer de ropajes egipcios y peluca negra, ataviada con bellas alhajas, ropa de seda blanca y una corona de oro.

 —¿Quién es usted? ¿Dónde estoy? —preguntó Johnny hablando la lengua de las mujeres, para su sorpresa.

 —¿Quién es? —respondió la mujer europea a su lado—, nada menos que la más sublime y portentosa de los Nueve Señores del Infierno y señora de este su vasto reino; la diosa egipcia Sejmet, señora de la venganza. En cuanto a donde estás… pues, bienvenido al Infierno.

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