—¿Puedo saber qué te resulta tan gracioso? —me pregunta Ferguson y se atreve a tocar mi rostro, haciendo a un lado un mechón suelto de mi cabello, cubierto con la sangre de sus hombres.
Alzo la mirada y le muestro los dientes.
—Lo gracioso aquí es que no debiste haber embarrado a mi hija en tus porquerías.
—¿Por qué?
Encojo los hombros con inocencia.
—Porque vas a morir, hijo de perra.
Saco la navaja que tenía escondida entre el liguero debajo de mi vestido, y se la clavo en el cuello, le doy un cabezazo y lo hago rodar por las escaleras, mientras