Un grupo de soldados cabalgaban a toda velocidad por las candentes arenas del desierto, provenientes de la ciudad de Kadash, uno de los más importantes reinos orientales. Se detuvieron frente a unas viejas catacumbas ruinosas abandonadas hacía siglos y bajaron de sus corceles.
—Aquí están, Majestad —adujo un viejo soldado de barba gris. El Rey de Kadash, Nimrod, un sujeto robusto y barbudo de aspecto enérgico y prepotente, desenvainó su espada.
Los soldados removieron los viejos y derruidos portones erosionados de las catacumbas y penetraron iluminados con antorchas en las lóbregas entrañas del mórbido lugar.
En su interior, se le erizaron los cabellos de la nuca a Nimrod cuando percibió el frívolo y fétido aliento de una criatura execrable e infernal que los contempló de entre las sombras... una de varias.
Las criaturas se lanzar