Hortensia

—¡Niña! —gritó Franco desde su despacho, una lujosa oficina de cincuenta metros cuadrados bordeada por un ventanal que daba a la cúspide de los rascacielos que rodeaban el edificio. Cuando Valeria entró, quedó tan impresionada que no quiso ni imaginarse cómo sería la oficina del señor Carrizosa.

—¿Señor? ¿Necesita algo? —preguntó Valeria entrando con timidez al despacho, con la libreta de apuntes que había llevado ese día aferrada contra su pecho, como si fuese un escudo que la pudiera proteger de los zarpazos de león que Franco parecía estar por lanzarle.

—Pues a ti, niña, ¿a quién más voy a necesitar? No será a la presidente de la Corte Suprema de Justicia, ¿verdad?

—Sí, digo, no, es decir, sí, pero no… Me necesita a mí, señor, a mí, no a la presidenta de la Corte Suprema…

—¿Siempre eres así de nerviosa? Porque ayer, en la entrevista, no lo parecías, ¿o es esa ropa barata que usas la que te pone así?

De nuevo la mención a la ropa y la sonrisita macabra de Franco al reconocer cómo i
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