Alejandro se despierta cuando aún está oscuro en la habitación, pero él ya no puede dormir. Eleonora duerme a su lado, con el rostro sereno y el cuerpo cubierto por las sábanas desordenadas. La noche anterior aún se siente sobre la piel como un eco de pasión y miedo compartido.La observa en silencio por unos segundos. Acaricia su cabello con delicadeza, temiendo despertarla, pero deseando que lo haga. Hay algo que necesita decirle, una última súplica que se aferra a su pecho como una medida desesperada.Cuando finalmente Eleonora abre los ojos, lo encuentra mirándola.—¿Has dormido? —susurra ella, acurrucándose más cerca de su cuerpo.—No lo suficiente —responde él, besando su frente.Ambos permanecen en silencio por unos segundos, hasta que Alejandro habla, esta vez más serio.—Eleonora… quiero que esta sea la última vez que hablamos de esto. Pero necesito pedirte algo. Una última vez.Ella se endereza un poco, presintiendo hacia dónde va la conversación.—En mi ausencia… —comienza
El acero silva en el aire, trazando curvas letales bajo el sol del mediodía. Eleonora se mueve con rapidez, con el cuerpo encendido por la exigencia del combate. Alejandro la sigue, atento, exigiéndole lo mismo que le exigiría a cualquier soldado, incluso más. Cada golpe, cada esquiva, cada giro que dan sobre la tierra endurecida es una danza entre el deber y el deseo.Él la presiona, la reta, pero al verla resistir sin miedo, no puede evitar que una sonrisa orgullosa se le escape.—¡Eres buena! —dice Alejandro, mientras cruzan espadas de nuevo.—No sabía que ibas a intentar matarme hoy —responde ella con una risita, esquivando un ataque.—No puedo darte trato especial, Alteza.—¿Y tampoco esta noche? —lanza ella con picardía, justo antes de sorprenderlo con un golpe que casi le derriba la espada.Alejandro se ríe, sacudiendo la cabeza. Pero antes de que pueda responderle con un contraataque, un soldado se acerca corriendo por el camino empedrado. Tiene el rostro tenso y cubierto de p
Alejandro se alza al centro de la sala, sus manos firmes sobre la mesa de roble negro, mientras los parlamentarios lo observan con una mezcla de expectación y recelo.—La evidencia es irrefutable —declara el rey, y sus ojos oscuros, cargados de furia y decepción, recorren el rostro de cada uno—. Francisco de Gálvez no solo ha traicionado mi confianza, sino a todos los que habitan este reino.Detrás de él, Eleonora permanece en silencio con su porte elegante. Uno de los parlamentarios se pone de pie, con los labios apretados.—Majestad... ¿Tiene certeza de que las pruebas no han sido manipuladas? Hablar de traición es grave...Alejandro da un paso al frente y deja caer sobre la mesa los documentos incautados y la carta que el propio Francisco dejó atrás antes de huir.—Su puño y letra —dice con amargura—. Y la confesión del emisario que traía información de Borania. El enemigo ya no está a las puertas. Vive entre nosotros.El silencio se instala en la sala. Algunos rostros palidecen,
Las primeras columnas de humo se alzan a la distancia. No están cerca, pero tampoco tan lejos como para ignorarlas. Se alzan más allá de los bosques del norte, cruzando los límites exteriores de Elyndor, en aldeas que, hasta hacía poco, no conocían el sonido del acero ni la sombra del terror. La guerra ha comenzado. En Alejandría, la noticia llega cuando los soldados aún entrenan en los campos. Un mensajero irrumpe jadeante, la ropa desgarrada y manchada de barro. Sus ojos, enloquecidos por el miedo, tropiezan con los de Eleonora, que se prepara para otro combate simulado. —¡Majestad! —grita el hombre, y cae de rodillas—. ¡Están aquí! Los ejércitos enemigos han cruzado la frontera del norte. El pueblo de Lysmar fue arrasado esta madrugada… no dejaron nada. Un silencio pesado cae sobre el campo. Se detienen los golpes de las espadas, los movimientos se congelan, el viento incluso parece contener el aliento. Alejandro, que ha vuelto del consejo de guerra hace apenas dos noches, a
En el gran salón del Parlamento hay tensión, inquietud, y una irritación mal disimulada. Cada asiento está ocupado. Todos han venido. Esta reunión extraordinaria no es común, y lo que está en juego tampoco lo es.Eleonora camina por el pasillo central con paso firme. Su vestido oscuro, ceñido a la cintura, ondea con elegancia contenida. No lleva joyas ni corona. Solo el broche del reino sobre el pecho, símbolo de su compromiso y su determinación. Alejandro la acompaña, con expresión impenetrable. Caminan como uno solo, envueltos en un silencio que impone.Al llegar frente a los altos asientos del consejo, se levanta un hombre de barba gris y rostro siempre severo.—Majestades —saluda con frialdad—, os convocamos porque han llegado a nuestros oídos rumores... profundamente alarmantes.Eleonora mantiene su mirada clavada en él.—No son rumores. Son hechos —responde con voz clara—. Planeo unirme a nuestros hombres en combate.Un murmullo indignado atraviesa la sala. Algunos se levantan,
El sonido del cuerno de partida resuena por todo el castillo, anunciando lo inevitable: ha llegado el día de marchar hacia la guerra.En el patio principal, soldados, caballeros y voluntarios se alinean en formación, vestidos con sus armaduras, las insignias de Elyndor grabadas en sus pechos y estandartes ondeando al viento. Hay silencio, respeto, una quietud tensa que precede a la tormenta. Y en medio de todo ese orden, emergen los dos soberanos del reino, caminando uno al lado del otro, montura en mano.Eleonora lleva una armadura de tonos plateados con detalles azul oscuro que brillan bajo la luz del amanecer. El peto real, hecho a medida, acentúa su figura sin restarle imponencia. Su cabello recogido en una trenza larga se desliza por la espalda metálica. Camina con el rostro sereno, pero con fuego en los ojos. A su lado, Alejandro lleva su armadura de guerra, más pesada, dorada en los bordes, con una capa roja que flamea tras él. Ambos parecen esculpidos por los dioses para ese m
El ejército enemigo, compuesto por tropas de Borania y Lirven, se desplaza por los caminos sinuosos que rodean las cordilleras del reino. Avanzan con arrogancia, creyendo que arrasarán Elyndor como un castillo de naipes. Pero lo que no saben es que los bosques no les pertenecen, ni las piedras, ni el viento. Todo lo que pisan, todo lo que ven, se ha convertido en su enemigo silencioso, porque si ellos cuentan con magia negra, Elyndor cuenta con la reina del ayer.Los primeros en caer lo hacen sin un solo grito.Avanzan por un estrecho desfiladero cuando el suelo cede bajo los cascos de los caballos. Dos líneas de jinetes desaparecen entre una nube de tierra y gritos ahogados, tragados por una trampa excavada semanas antes. Estacas de hierro los esperan en el fondo. Las lanzas atraviesan carne y armaduras con la fuerza implacable de la gravedad. El estruendo hace eco entre las paredes rocosas, y la confusión se apodera de los soldados.Antes de que puedan reorganizarse, desde lo alto d
Las noticias del primer enfrentamiento llegan al castillo temprano en la mañana. —Elyndor y Meridial han logrado repeler el primer ataque —dice el emisario, jadeando aún por la rapidez del viaje—. Han caído muchos enemigos, pero nuestros hombres siguen firmes. Los reyes están bien.Un suspiro colectivo llena la gran sala. La tensión no se disuelve, pero al menos se atenúa.La reina madre asiente con la frente en alto.—Haced que esta noticia llegue al pueblo. Hoy, más que nunca, necesitamos esperanza.En los patios del castillo, el entrenamiento no se detiene. Cada día, más voluntarios llegan a las puertas de la ciudadela, pidiendo armas, pidiendo instrucción. Los soldados veteranos, heridos o demasiado mayores para el frente, se encargan de la instrucción. Lo que comenzó como una preparación simbólica, se ha convertido en una red de defensa sólida y comprometida.Julie camina entre los grupos, observando con atención. Su vestido, sencillo pero limpio, se agita con el viento. Lleva e