CAPÍTULO II

La colonia Anaki de Shaggath se dedicaba principalmente a la extracción de minerales valiosos del suelo oceánico. Los Anaki lograron aliarse con una de las dos especies inteligentes del planeta, los Q’thal’up, una raza de moluscos que durante tres millones de años sostuvieron una sangrienta guerra con los gorgonianos y se masacraban entre sí de las formas más atroces, tortuosas e inclementes, hasta que los Anaki los conquistaron unos miles de años en el pasado y se aliaron a los Q’thal’up.

 Los asentamientos Anaki se habían limitado a una única ciudad enclavada cerca de la costa este del continente, con algunos esporádicos destacamentos militares en otras partes de la pantanosa jungla. La mayoría de los residentes eran familias dedicadas a la minería así como los encargados administrativos, militares y políticos designados por el Imperio. Los colonos aborrecían a los gorgonianos a quienes temían por su naturaleza execrable. Los gorgonianos gustaban de realizar sus ritos inmolando a los Anaki en sus altares que era la mayor ofrenda a su temible dios-demonio, pero por las medidas de seguridad no lograban secuestrar jóvenes vírgenes —sus víctimas predilectas— con suficiente frecuencia. Aún así, el ruido de los tambores sonando en lo profundo del pantano, clamando a los espíritus gorgonianos sedientos de sangre, en sus rituales perversos, era suficiente para aterrar a muchos residentes y no dejarlos dormir.

 Osthar se reunió en el Cabildo General, la mayor de las edificaciones de la colonia donde se localizaba la sede administrativa imperial. Los dos guardias que custodiaban la entrada saludaron respetuosamente a Osthar al verlo llegar.

 Dentro se encontraba un marasmo burocrático repleto de colonos y dos nativos Q’thal’up realizando diferentes trámites en ventanillas con funcionarios de ambos sexos de rostros antipáticos y desinteresados. Osthar subió por el ascensor hasta la sala de reuniones ejecutivas donde se encontraría con diversos jerarcas, entre ellos el Gobernador.

 —Bienvenido, general Larg —adujo éste al verlo entrar, era un tipo regordete y de baja estatura, con una gruesa barba. Los años de servicio en tan horrendo lugar habían calado en él y se había vuelto un sujeto huraño y amargado— siéntese, lo estábamos esperando.

 En la mesa redonda todos los demás eran hombres de diferentes funciones y puestos que Osthar no se interesaba en recordar. El único que desvariaba entre todos era el vocero que representaba a los Q’thal’up en el Cabildo, como todos los de su especie asemejaba un enorme calamar con diez tentáculos, cuatro tenazas, un caparazón y un único ojo en el centro de su cabeza. Su labor era básicamente simbólica pues difícilmente podría ejercer una verdadera influencia, pero en teoría ejercía como defensor de los derechos e intereses de los Q’thal’up.

—Nos hemos reunido —continuó el Gobernador— para felicitar al general Larg por su excelente labor en la misión de rescate de anoche.

—Los gorgonianos son criaturas detestables  —dijo el Vocero Q’thal’up aunque su lengua era realmente una serie de sonidos ecolocalizadores que eran traducidos al dialecto Anaki por un traductor electrónico en su caparazón. —Monstruos horribles que deberían ser borrados de la faz de Shaggath. Su labor, General, ha sido encomiable, cuente con la solidaridad de mi pueblo.

 —Gracias a todos, pero sólo estaba cumpliendo mi deber —adujo Larg— y sin ánimo de ser irrespetuoso con la familia de la muchacha, se trataba de un operación de rutina…

 —Resulta —comentó el Gobernador— que la joven involucrada no sólo es hija de un sacerdote de alto nivel sino, además, es sobrina de una de las esposas de Su Majestad el Emperador —Osthar se sorprendió— así es —confirmó el Gobernador al observar su sorpresa— ha salvado usted a alguien vinculado con la Familia Imperial. Su Majestad desea hablar con usted inmediatamente…

 —¿El Emperador?

 El Gobernador rió con sorna:

 —¿Quién más? Lo está esperando. Quiere reunirse con usted en la Corte Imperial. Le recomiendo que parta de una vez, el viaje a Orión  toma muchos días. ¡Enhorabuena, General! Esta es su oportunidad de alejarse de este maldito hoyo del Infierno. Llévese mi nave personal y no olvide hablarle bien al Emperador de mi labor aquí.

 —Lo haré por supuesto.

Planeta Sarconia, provincia del Imperio Lothariano

 Una violenta batalla se libraba en las pedregosas tierras del Planeta Sarconia, un mundo mayormente montañoso y árido. Debido a su escasa vegetación y a que el agua en la superficie era exigua (pues en su mayoría corría por yacimientos subterráneos), el planeta era apodado por los Anaki como “la Piedra”.

 La contienda entre los dos bandos era desigual, aún así sangrienta. Los soldados Anaki con sus naves espaciales de avanzada tecnología que bombardeaban las rocallosas cordilleras que servían de escenario para el enfrentamiento y los gigantescos tanques que flotaban a escasos centímetros del suelo y disparaban cañonazos de fotones que despedazaban los blancos. La maquinaria bélica enfocaba su fuego en un complejo cavernoso que tenía al frente y que servía de parapeto para un grupo rebelde de nativos mal armados y peor entrenados, con tecnología casi obsoleta.

 Los cañonazos de fotones hacían pedazos la estructura cavernaria dejando una humareda en el cráter remanente y el bombardeo de las naves que pasaban silbando sobre las montañas hacía añicos las apaleadas montañas, pero la contienda estaba por volverse más cruenta. Los rebeldes atrincherados respondieron al fuego con morteros y explosivos que lanzaron de entre las bocas de las cavernas. Los proyectiles teledirigidos se dirigieron hacia sus blancos haciendo estallar uno de los tanques con todo y tripulantes dentro, así como dañando severamente algunas naves. Nuevos contraataques de los aborígenes provocaron la destrucción de una de las naves que se estrelló causando una luminosa explosión en el farallón donde chocó.

 —¡Malditos salvajes! —expresó Zammara Larg, una hermosa mujer de treinta años, de cabello negro ondulado y cuerpo escultural mientras observaba lo acontecido desde una trinchera. Como capitana de escuadrón se encontraba comandando a las tropas encargadas de suprimir la rebelión.

 —Esa tecnología teledirigida —conjeturó su teniente— sólo pudo serles suministrada por la Confederación.

—Nos preocuparemos por la política luego —dijo Zammara contemplando la situación con sus binoculares— por ahora no queda más remedio que usar la infantería. Desplieguen a los soldados…

 —Sí, señora —respondió el teniente y dio la orden a una multitud de soldados uniformados de rojo y ataviados con un casco que les cubría el rostro, que cargaran en estampida hacia las cavernas disparando sus rifles láser.

 Los soldados eran cubiertos por los disparos de los tanques y mientras ellos corrían hacia el territorio enemigo sobre las polvorientas piedras las gigantescas máquinas de muerte sobrevolaban a su lado. La lluvia de láseres letales fue respondida desde el interior de las cavernas. Los rayos láser golpearon los cuerpos de muchos soldados Anaki haciéndolos gemir agónicamente conforme perdían la vida y colapsaron sobre el suelo empedrado con horrendas quemaduras humeantes. Aunque las heridas láser generalmente cauterizaban la carne, algunas veces atravesaban la piel provocando un derramamiento de sangre que, en el caso de los Anaki, era de color verde.

 Cuando los soldados Anaki se aproximaron lo suficiente pudieron ver a los nativos Sarcones como emergían de sus madrigueras. Se trataba de enanos nunca superiores al metro sesenta, con extrañas corazas de piel muy duras que les protegían la parte posterior de la cabeza y la espalda, tenían dos ojos rojos y redondos, un hocico alargado y porcino, colmillos agudos, manos y piernas con cuatro dedos afilados como garras y sólo vestían taparrabos. Dicha especie era sensible a la luz solar ya que habían evolucionado para llevar vidas subterráneas, de allí que tuvieran corazas para protegerse de los derrumbes, garras para aferrarse de las paredes y unos ojos especializados para ver en la oscuridad. Para los Anaki eran simples monstruos.

 En cuanto los soldados estuvieron cerca de las cavernas uno de los Sarcones emergió —protegiéndose los ojos con gafas oscuras— y les lanzó una granada. El explosivo asemejaba una especie de cubo cristalino, se veía como un juguete de niño pero era letal. El cubo aterrizó en el suelo justo donde una buena cantidad de soldados transitaba y comenzó a emitir un silbido ensordecedor que servía de alerta y usualmente era lo último que escuchaban sus víctimas. Los militares intentaros escapar pero la potencia destructiva del artefacto era tremenda y cuando explotó emitió una ola de energía que consumió a todo ser vivo alrededor. Los cuerpos de los soldados eran elevados por el aire mientras los empujaba la diabólica invención y sus carnes consumidas hasta reducirlos a esqueletos calcinados.

 Pero aún esto era insuficiente para detener la horda de los Anaki. Algunos soldados sobrevivientes llegaron a las puertas de las cavernas y tiraron en su interior un diferente tipo de bomba de forma esférica que se introdujo por los lóbregos corredores y luego corrieron lo más lejos que les fue posible. La bomba estalló dentro de las cuevas asesinando a una buena cantidad de las criaturas subterráneas.

 —Parece que los rebeldes se retiran, señora —alertó el teniente.

 —Nunca los encontraremos en el subsuelo —aseguró esta— ellos conocen las laberínticas cuevas como la palma de su garra. Ordene la retirada a los soldados y haga que las naves bombardeen la cordillera hasta hacerla trizas.

 —Sí, señora.

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