-Isabella, sé la dueña de mi alma, de mi cuerpo y de mi corazón, sé mi soberana, mi amada, mi vida. Cásate conmigo, sé mi reina.
Isabella, quién se hallaba recostada junto a él, se sentó de golpe sobre la mullida cama y lo miró con ojos enormes que no ocultaban, ni simulaban para nada la gran sorpresa que le producía la propuesta de aquel hermoso hombre. Y es que hacía muy poco que se conocían.
¿Casarse ella con el Jeque?
¿Había escuchado bien?
-Yo. . .- no sabía ni que decir. Abrió la boca un par de veces y volvió a cerrarla, estaba muy confundida.
-Sé que puede sorprenderte mi propuesta Isabella, pero quiero que sepas que no hay nada que desee más que me concedas la dicha de ser tu esposo.
-¿La dicha de ser mi esposo, Excelencia?- dijo con el ceño fruncido no podía creerse lo que escuchaba. En todo caso, la dicha sería suya, no de él- ¡Usted es rey de una nación!