Cuentos de un pequeño viejo
Cuentos de un pequeño viejo
Por: Jaime Garza Autor
AMOR DE BARRIO

Cuenta la leyenda que hace muchos años, en un rectángulo verde dueño de pasiones propias y ajenas, dos locos se enamoraron como difícilmente alguien más lo hará. Él se llamaba Román, y ella, Pecosa.

…todos quieren a esa niña, mas pocos la respetan y tratan como él…

Ambos iban siempre caritas sucias, y sin embargo, sacaban brillo cuando se encontraban. La elegancia no les escurría mientras andaban por el mundo común y corriente, tampoco se les notaba en el habla. Pero cuando ella le abrazaba, o mejor dicho, cuando Román la sacaba a bailar frente a cientos, miles y millones de pretendientes, la elegancia se romanizaba, pues él era más impactante que cualquier traje o smoking.

Una casita azul con amarillo fue testigo del primer beso entre Román y la Pecosa. Recuerdo bien el año, 1996. Recuerdo bien el mes, noviembre. Recuerdo bien el día, 10. Crasa ironía, que bajo ese número electrizaría la pista de los dementes más felices.

En frente, unidos desde Santa Fé llegaron once interesados en la Pecosa. Mas ella estaba enamorada de Román. Los testigos de tan hermoso acto, aplaudieron hasta inyectarle sangre a sus manos, y desde entonces, aprendieron que en el manicomio también caben los cuerdos.

Pasaron los años, y el amor creció más de la cuenta. Medias vidas tuvieron hasta encontrarse. Ella de patada en patada, conviviendo con patanes que nada sabían del amor, y por supuesto, poco entendían del juego. Él, en cambio, presumía una suerte misteriosa. Digna de alguien a quien Dios castiga por ser más de lo ordenado, pero también de quien ha sido perdonado.

Se miraban, se llamaban sin hablarse y se entregaban al más puro de los abrazos. Curioso su romance, que los besos a menudo llegaban en botín ajeno.

La vara injusta de la sociedad, apoda como: Mal tercios a los padrinos de los novios. Esos enviados por cupido bajo exclusiva tarea de recordarles su destino. El padrino de estos, se llamaba Martín.

Cuenta la leyenda jamás leída ni oída, que Martín y Román no se querían. A pesar de lo cierto o incierto que esto pueda resultar, la Pecosa agradecerá eternamente dicha amistad.

Salían los tres a cualquier lugar, y sin embargo, no eran ellos los más felices con el rodeo, sino esos alegres infelices que brincan y gritan y revientan y se enojan y lloran por cuestiones lúdicas, ajenas a su acción u omisión, pero que las sienten más propias que a la propia familia.

La Pecosa perdía total voluntad al encontrar a Román, o bien, cuando su amado le pedía que bailase una, dos, cien o doscientas piezas con su amigo Martín. Mas ella no era la única perdida.

Los chicos también olvidaban todo cuando la abrazaban. Incluso en días tristes, donde tocaba fallar en el último vals o enfermar en el mejor de los días, verla solucionaba todos sus problemas. Así sea en la catedral, en la capilla, o en ese borrador también verde dónde nacen las mejores piruetas.

El equipo de tres contagiaba al resto de los actores. Amigos y enemigos, bestias y dioses. Todos caían rendidos ante la más hermosa de las canciones.

Afuera, el idiota aprendió a pensar, y el loco halló cordura en la platica de bar o en el asado con los amigos. Pasa que uno no podía, no puede mencionar a Román sin poner a trabajar al ratón que habita en nuestro cerebro.

…en verdad fue el primero en inyectarle idea al juego sin quitarle lo divertido…

¿Qué es peor? ¿No saber lo que quieres, o saberlo y entender que no puedes tenerlo? Algo parecido vivían los incomodos vecinos cuando lo veían a Román. Esos caras duras que llevan gallinas por mascota. Una franja roja les parte el pecho, evidencia clara de sus gélidos adentros. Ahí, todos quieren con la Pecosa, y a Román lo odian, aunque lo respetan. Es como aquel muchacho del colegio que maltrata a los demás niños mientras ellos se desviven por jugar con él. Así eran los chicos del barrio River Plate.

Recuerdo bien un día que la Pecosa dañó sus sentimientos. Mira que pasarles de cerca era nada nuevo, a final de cuentas, es parte de su empleo. No obstante, aquella tarde se animó a susurrarles en el oído. Les bajó lunas, estrellas y planetas faltos de invención. Los sedujo como con Román nunca lo hizo, cuando el topo argentino salió de la nada y lanzó a su dama entre las piernas del cobarde rival. La oficina se convirtió en panteón o carnaval, mientras Riquelme voló y voló tras su querida.

En el continente más antiguo, Román tuvo sus quereres. Pero no. Nada comparado con lo vivido en su barrio bonito; lugar colorido y nostálgico que bien te pone en el carril de la alegría como en el de la tristeza. Mas nada ni nadie puede alegar carencia de pasión.

En Boca se vive diferente. Se ama realmente. Allá, las penas se convierten en asados infinitos y copas perpetuas. La peor de las tragedias, es prima hermana del milagro anhelado, y ahí nos vemos, sin mas, llorando de gusto cuando los desconocidos más conocidos celebran el triunfo del pueblo. El triunfo de todos.

Alguna vez hubo un Diego que dejó semilla sin lograr tanto. Pasa que el hombre se guardó sus mejores piruetas para la patria, y en cambio Román alzó nada fuera de su piso querido, pero en el propio se hizo inmortal.

Salió y volvió. Volvió y ‘’murió’’, solo para resucitar al tercer día e intentar el último milagro, pero las piernas no le dieron. El juego no hizo un último esfuerzo por dejarlo activo, como él si lo hizo cuando rompía caderas y alucinaba al espectador.

Fueron varias las lunas de miel, pero un par destacan del resto. Esas vividas en Japón, ante los condenados a ganar siempre.

Comandados por un loco que no entendía, que no aceptaba la diferencia existente entre un equipo y otro, se atrevieron a probar del fruto prohibido. Lo peor es que no les bastó con una mordida sin más, sino que repitieron la dosis en la visita más cercana.

Hubieron de celebrar con cervezas tibias y comidas de rara procedencia, mas poco importó. Miren que hasta el desecho humano sabe a manjar cuando uno es el mejor. Cuando somos campeones del mundo.

Relatos emotivos y gente gozando desde la Argentina hasta la otra cara del mundo, englobaron la magia del cuento jamás pensado. Los del barrio chico y humilde, los hijos del pueblo le habían pegado a los ricos del universo. Sospecho que hasta el hincha de River Plate suspendió su odio, aunque sea un ratito y de mentiras, para celebrar el triunfo del fútbol. Porque con Boca no ganó Argentina ni el barrio, con Boca ganamos todos. Al salir campeón, el juego celebró como más nunca volverá a hacerlo. Tal y como pasó en 1986, o poco antes, cuando en plena dictadura los predecesores de Román se atrevieron a predicar sonrisas bajo bautizo de una nueva pasión.

En medio de gritos y festejos, la Pecosa se fundió en la ilusión con su querido. Con quien la ama como más nadie lo hará. En mente bailaron mil piezas, y muchas de ellas se repitieron. Golpes del infierno en su inútil intento por colarse al paraíso del juego, alejaron al par de enamorados en algunas ocasiones, pero pronto volvieron, y nunca se separaron.

El amarillo con azul siempre fue amigo de Román y la Pecosa. Casi tan íntimos como lo vivido con Martín. Por eso no ha de extrañarnos que en un submarino amarillo fuese tan querido y adulado como en su barrio bonito. De sus quereres europeos, el encontrado en Villarreal fue, sin duda, el más hermoso de ellos.

Rayado en celeste y blanco Román también dejó gratos recuerdos. Sin embargo, ni el mejor de los trucos lo salvó de la jugada final. Partido que no respeta calidad ni camisetas. Duelo que ni Diego ni Joel desean disputar.

Más allá de una lesión reversible que luego te otorga perdón, o que un corte de carrera sin aviso, la despedida es lo peor que le puede pasar a un maniaco del taco y el balón. Es decirle adiós a la niña del barrio, mientras por dentro sabes que más nunca la podrás olvidar.

No recuerdo al rival. ¿Para qué? Tampoco llevo en memoria las jugadas puntuales ni el último canto de la doce. ¿Para qué? Si el entorno vibra por sí mismo.

Román no precisó de palabras bonitas para dejar el mundo verde. Su suerte estaba echada desde la partida del primer 10. ¿Quién iba decir que el adiós de Diego sería el nacimiento de un raro heredero? Que bien jugaban distinto, pero movían igual a las diosas del fútbol.

En aquel momento, Maradona salió del campo, y le dejó la remera a un mocoso de nombre Román. En el adiós de Riquelme, la melancolía al despedirse de la Pecosa, borró toda chance de herencias y legados. Probablemente, debido a tal negligencia, es que Román fue el último en su especie.

Después de que el sicario del juego diera la estocada final con ese bandido silbido que nos dejó sin el último genio, la Pecosa se dio cuenta de su desgracia, y comenzó a buscar, con una ternura sin igual, a quien la trató como nunca más será tratada. Pero era tarde. Román se había ido para siempre.

Hoy la Pecosa lamenta su partida, y todos la entendemos. Sufre y sufrimos por su ausencia. Ella, en ratos delirantes dignos de quien se rehusa a aceptar que lo ha perdido todo, rueda aquí y allá, dejándose envolver en piernas prohibidas bajo anhelo de encontrar a un nuevo 10.

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