Capítulo 3

3

Era el momento idóneo para hacerse a la idea de que la vida era cruel y desagradable. Y de que el mundo estaba plagado de atroces bestias que, tras su inevitable paso, dejaban actos inenarrables. Mas de nada le servía comenzar a entender tan enfermas realidades.

Se dio cuenta, a esa hora de la mañana, que la tarde anterior quedaría marcada para siempre en su frágil e inocente mente, y que quizá era preferible seguir ignorando la podredumbre que corrompía al mundo en lugar de vivir torturándose por ser parte del daño colateral de las mentes insanas. Le gustara o no, se había convertido en una estadística más.

Sara no era estúpida a pesar de su corta edad y de la carente vida en la que vivía, pero entendió que de poco serviría si decidía quejarse y poner una denuncia, ya que en escasas ocasiones, por no decir ninguna, se llegaba a atrapar al violador.  

Cuando los ardientes rayos del sol golpearon la ventana, y la luz se coló por todo su cuarto, se limitó a girarse para que no le diera el sol en su cansado y triste rostro. También se cubrió con la cobija sin importar el calor que hacía. Después del sufrimiento de la tarde anterior en la que intentó evitar que un hombre desconocido le bajara los calzones y abriera sus piernas, ¿qué más daba si el incandescente sol descansaba sobre su espalda y el calor la hacía sudar un poco?

Volvió a caer en un profundo y placentero sueño en el que podría haber durado hasta la hora en la que debía ir a la escuela, pero a los pocos minutos entró su padre a la habitación, dando un portazo que le arrancó de su tranquilidad.

Al ver sus ojos, pudo advertir que Rodrigo era poseedor de una furia incontrolable. Sara se levantó asustada, y por brevísimos momentos llegó a creer que se trataba del injusto hombre que le arrebató su seguridad el día anterior. Por fortuna, no lo era.

Vamos, ya levántate y sirve de algo. Tu mamá ya se largó a trabajar, haz comida o lo que sea, pero sal de la puta cama de una vez. —Bufó con las venas de la frente a punto de estallar.

No recordaba la última vez que fue testigo de aquel enojo, y quizá el único recuerdo que tenía de su padre en ese mismo estado, fue la vez en que la golpeó por llegar tarde a su casa luego de pasar unas horas jugando con una de sus amigas. Por fortuna, a su edad los golpes ya no estaban presentes, aunque podía asegurar, al ver los ojos de Rodrigo, que este descargaría sobre ella su incontenible ira.

Sin más que decir, se levantó. Abordada por aquel mismo dolor con el que se había acostado la noche anterior.

Se encaminó al baño.

Sin importarle que el agua estuviera fría, se desvistió y entró a la regadera. Sentía aún esa suciedad que cubría por completo su piel. Cuando el agua helada bajó por los sutiles relieves de su cuerpo, un ardor, débil pero agudo, la obligó a dar un paso atrás con el fin de que el agua no siguiera cayéndole. Miró sus muslos y se sorprendió al ver que tenía algunos arañazos profundos que dejaban desnuda la carne viva. Comenzó a salir y descender un hilillo de sangre.

Sin poder evitarlo, las lágrimas brotaron de sus ojos a borbotones.

Apresuró el baño, y al final, después de cerrar la regadera, se quedó de pie, inmóvil. Una sucesión de imágenes le sobresaltó, yendo y viniendo a una velocidad lenta y dolorosa. Mientras, con los ojos entre abiertos, como quien piensa un tema de gran delicadeza, contaba las húmedas y sucias baldosas azules que había al frente.

El corazón palpitaba indomable y salvaje, llegando a creer que estallaría sobre su acongojado pecho. Para su mala fortuna no fue así, pues aún tenía situaciones por las cuales transitar antes de que la muerte pusiera fin a su corta e inexperta vida.

Al salir, su padre ya no estaba, al igual que Raymundo. Se encontró sola en la casa acompañada de un miedo cruel y desagradable. No le parecía demasiado exagerado imaginar que una de las ventanas estallaría para darle paso al despiadado hombre que con anterioridad se había presentado de manera imprevista con el único fin de joder su vida. ¡No! Pues después de lo que el inmisericorde destino le había preparado, todo, absolutamente todo, era factible que sucediera. Y Sara era la presa más frágil ante todas esas sombras amorfas que poco a poco se fundían en pequeños pedazos de carne.

Siempre lo llegó a leer en los periódicos, en su celular o incluso en las noticias cuando su padre se sentaba por las noches a ver el televisor. Pero una cosa muy distinta era observar la tormenta a la distancia, y otra que esta te sofocara y destruyera.

En ese instante todo parecía tan seguro de suceder que no le agradaba la idea de seguir vagando ante las calles de su colonia.

Mientras aseaba la casa, se preguntó una y otra vez cómo es que habían actuado otras víctimas de violación. ¿Eran tan temerosas y cobardes al igual que ella como para no decir nada? Al responder su propia cuestión, experimentó un nudo en el estómago que subía hasta la garganta, lo cual le provocó náuseas. En efecto, sentía lástima y repulsión hacia sí misma por creer que aquel hombre realmente podía saber quién era, dónde y con quiénes vivía, pero así como esta duda le abrumaba, también se obligaba a pensar que podría ser real. En cierta forma, le importaba poco lo que pudiera sucederle, y esto era debido a que le interesaba aún más mantener la seguridad de su familia antes que la de ella.

Al concluir, se dedicó a intentar terminar la tarea de la escuela, pero pasados unos minutos se dio cuenta de que le sería imposible hacerla, pues en el momento mismo en el que se disponía a leer, su mente divagaba sin dar oportunidad a la concentración que requería.

Las lágrimas cristalizaban sus ojos, y con el simple hecho de recordar tan terrible escena, múltiples escalofríos la obligaban a estremecerse y ahogar su llanto hasta que este quedaba interrumpido en su garganta. Creando un nudo que le cortaba la respiración.

Así trascurrió su día; en medio de sensaciones devastadoras y un miedo dominante. Y a pesar de experimentar todos estos sentimientos, sabía que llegaría la hora en la que debía salir para ir a la escuela, pensamiento que creaba algo mucho más fuerte que el miedo. Era consciente de que existían muy pocas probabilidades de encontrarse con el bastardo (bastardo el que llevarás dentro de ti en unos meses, se dijo, pareciéndole muy poco divertido este pensamiento), empero, mientras la nítida imagen estuviera taladrándole su mente, todo podría ser posible.

Su existencia se veía envuelta en una atrocidad perenne. Apenas y podía creer que solo quince minutos bastaron para dar sentencia a los años venideros que aún le faltaba recorrer. No lograba imaginarse saliendo de todo el caos, que no solo se cernía sobre ella, sino que ya la había devorado con sus pútridas mandíbulas.

Por segunda vez (pero no por última) en ese día, se dio un baño. En esta ocasión fue más rápido que el anterior, de alguna u otra forma sentía cierta ligereza. Una capa malsana se desprendía de su cuerpo.

Antes de salir de la casa, y cuando estaba preparando la mochila, le llegó un sonido preocupante que la alarmó de nuevo. Quedó paralizada sin mover un solo músculo, los cuales estaban tan tensos que parecían huesos. Algunas risas se fabricaron desde el patio trasero. Su respiración se agitó, y el corazón retumbó a una velocidad incontenible.

Era él, ese hijo de puta sabía el horario en el que Sara estaba sola en la casa, y por esa razón es que se encontraba ahí, cerca de ella, una vez más. No tardaría en acercarse a la ventana para tocar con golpecitos suaves y pedirle que abriera.

Vamos, abre la ventana, cariño. Más vale hacerlo por las buenas que por las malas. —Imaginó estas palabras que en cualquier momento serían escupidas por aquellas fauces.

Por fortuna no fue así. Luego de las risas, escuchó la voz de Raymundo, su hermano, y la de otras dos personas, los cuales seguramente eran sus detestables amigos.

Entre todo el bullicio, distinguió el sonido de una lata de cerveza al abrirse. La tensión bajó, no tanto como ella lo hubiera deseado, ya que temía salir e ir a la escuela, pero de alguna forma logró sentirse mejor.

Ya me voy a la escuela. Te dejo las llaves de la casa —dijo a Raymundo, quien solo extendió la mano para agarrarlas y se las llevó a la bolsa.

Pinches patrones quieren pagar una mierda y ponerte a hacer de todo en el puto trabajo. —Se quejó Ray ante sus amigos, dándole un trago a la cerveza.

Poco le importó de lo que pudieran estar hablando.

Alberto y Carlos apenas y le prestaron atención, pues sus ojos estaban clavados en Sara. Escaneaban con detenimiento su cuerpo, y a la vez se pasaban la lengua por los labios. Una vez más experimentó una incomodidad e impotencia abrumadoras. Hubiera dado cualquier cosa con el fin de salir de ahí lo antes posible. Y lo hizo, les dio la espalda en silencio, sintiendo aún cómo aquellos ojos la desnudaban.

Conforme se alejaba, le fue imposible el no preguntarse qué es lo que harían los amigos de su hermano si estuvieran ebrios y solos con ella dentro de un cuarto aislado en el que no se escucharan sus gritos hacia el exterior. La respuesta, sin duda, era grotesca y cruda. Empezaba a creer (y casi a afirmar) que existía algo que mantenía a los hombres con su verga bien guardada cuando veían a una mujer de buen cuerpo por la calle. No era respeto, sino más bien autocontrol y un poco de inteligencia. No eran estúpidos, pero una vez que la excitación superaba los límites de su inteligencia, llegaban a cometer actos barbáricos. Y en un país en donde la seguridad estaba tan corrompida como un cuerpo que lleva treinta años enterrado, cualquier persona podía hacer cualquier cosa con la seguridad de que al día siguiente podía mezclarse con los demás sin la preocupación de ser juzgado.

Nunca había reparado en aquellas miradas, pero ahora, después de lo sucedido, era más fácil distinguirlas.

Sin duda, el camino a la escuela se volvió una pesadilla, y conforme se alejaba más y más de su casa, le recorría una inseguridad abrumadora.

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