Capítulo 4

4

Abrió tres cervezas más, antes de que se lo pidieran, y las repartió. Los tres estaban tan encabronados por el injusto trato que recibieron en el trabajo, que no veían cómo calmar la ira más que con el agradable sabor de la cerveza... y quizá algo más como complemento.

Ya habían discutido de lo denigrante que fue para los tres el tener que soportar la altanería y las absurdas ordenes de aquel ingeniero idiota. Estaban tan disgustados que cuando Carlos mencionó la palabra «putazos» en más de una ocasión, les pareció tentadora y asintieron sincronizadamente.

Sin duda, aquel crabrón de puta tenía el ego muy por encima de lo normal. Tanto que le era imposible distinguir cuando la terminaba cagando. Un claro ejemplo era lo que vivieron previamente; el idiota les había ordenado mover unos ladrillos del suelo con el fin de ponerlos encima de una tarima, porque según su lógica, la humedad del suelo los estaba jodiendo, hasta ese punto iba bien, el problema es que se usarían el miércoles y jueves. Entendido esto, no era muy necesario moverlos. Pero cuando se lo explicaron y quisieron que entrara en razón, se defendió diciendo que los ladrillos se podrían caer, además de que ellos no tenían por qué cuestionar sus órdenes. Sin duda, un desagradable sujeto al que le interesaba más cómo joder que hacer un buen trabajo.

Por supuesto que a ninguno le agradó su absurda forma de pensar, y terminaron por tirarle el trabajo. La cosa hubiera terminado bien si no les hubiera gritado, en el momento que se iban, que no necesitaba a maricas huevones. Estas palabras fueron igual a como si les hubieran prendido un cohete en cada uno de sus culos. 

Ese idiota podría ser tan presuntuoso y mamón como le viniera en gana, pero soltar toda esa sarta de mierda calaba a cualquiera. Por esa razón es que era justo y necesario ponerse ebrios para maquinar en su contra.

Raymundo y Alberto quedaron boquiabiertos cuando Carlos se tomó la molestia de contarles un poco acerca de las osadas aventuras que había llevado a cabo unos años antes. Palabras que elevaba muy en lo alto como si le transmitieran un orgullo incalculable. Desplegaba los labios y comenzaba con la charla, luego pausaba, daba una buena fumada al cigarro y después bebía la cerveza caliente que tenía entre sus piernas para reanudar con sus anécdotas. Hablaba sin interés alguno, como si le importara poco si le creían o no. Parecía tan seguro de sí mismo que no era necesario cuestionar la veracidad de sus palabras.

Hablaba y hablaba con un tono de voz arrogante y atrayente. Todo cuanto decía parecía ser una invitación a llevarlo a cabo por parte de Alberto y Raymundo. Duraron horas escuchando, y las únicas veces en las que se veía interrumpida su plática era cuando alguien debía ir a mear a uno de los rincones del descuidado patio.

Decía muchas cosas que a Raymundo le resultaron, hasta cierto punto, atractivas.

Cuando la noche dejó caer su manto oscuro sobre el mundo, llegó su mamá. No se molestó en salir y saludar, sino solo a llamarle a gritos desde la puerta, a lo que Raymundo obedeció a regañadientes por la irrespetuosa interrupción.

—¿Fuiste a trabajar? —cuestionó con cierta ira.

Sí, ayer te dije que había conseguido trabajo.

—¿Y pagan por día o qué?

Claro que no, pagan los sábados.

Entonces, ¿de dónde sacaron el dinero para la cerveza?

Cada quien puso una parte —respondió en voz baja, como avergonzado de que lo fueran a escuchar sus amigos. Incluso tuvo que cerrar la puerta para que aquella discusión no fuera a llegar hasta ellos.

El sábado que te pedí dinero me diste nomas doscientos pesos, asegurando que el resto lo debías. Quiero pensar que ya pagaste tus deudas, ¿verdad?

Necesito dejar dinero para mí...

Gastas y comes más de lo que trabajas. La semana pasada apenas y laboraste cuatro días —se quejó, golpeando la mesa con un puñetazo.

Solo de mí te quejas, ¿por qué no le dices nada a Sara?

—¡Ella estudia!

Eso es lo que te hace creer, seguramente anda de zorra con los mocosos de su salón —en el momento que estas palabras fueron despedidas por sus labios, la mano de su madre se alzó por encima de sus hombros, pero se contuvo a pocos centímetros del rostro de Raymundo, pues llegó Rodrigo, quien entró impaciente a la casa.

—¿Qué sucede? —cuestionó al ver la insolencia de Daniela. Raymundo se permitió sonreír un poco al imaginar el lío que su propia madre había armado.

Estoy segura de que sigue sin trabajo —soltó de pronto, logrando borrar la sonrisa que Raymundo pretendía mantener.

—¿Qué fue lo que pasó? ¿No dijiste ayer que ya habías conseguido trabajo? —esta vez fue su padre el que lo cuestionó, mientras su madre se regocijaba en silencio.

Conseguimos trabajo con un pendejo —se quejó.

—¡Conseguimos! Siempre vas pegado a esos incompetentes, oliéndoles el culo. ¡Es mejor que vayas aprendiendo a hacer las cosas por tu cuenta! —se entrometió su madre. En ese instante experimentó un odio abismal y desconocido. Se contuvo.

Cierra la boca, yo me encargaré de él.

—¿Ah, sí? ¿Y cuándo? Dejó la escuela para poder ayudarnos con los gastos, y lo único que ha aprendido a hacer es a ponerse hasta el culo de ebrio con esa manada de pendejos. —Musitó entre dientes, y señalando en todas direcciones. Se le veía tan encabronada que seguramente podían distinguirse las venas de su frente a más de cien metros de distancia.

No es que odiara a su madre (y que ingrato sería si así fuera), pero existían momentos en los que era una auténtica piedra en el zapato. Una vieja gorda y chismosa que le gustaba meter su cuchara en todas partes. Era, en fin, una vieja.

Por fortuna aquí tiene a su padre —respondió Rodrigo. Comentario que no le causó asombro a Raymundo.

Espero, entonces, que estés para él hasta que sirva de algo, que al paso que va, lo dudo bastante. —Bufó, dando por terminada la discusión y alejándose hacia la recamara.

Su padre enmudeció, y mucho antes de que se le ocurriera decir algo, se sirvió un vaso de agua y tomó asiento. Se le veía cansado, y Raymundo podía apostar a que le interesaba más a él dar por terminada la pelea que a su madre.

—¿Qué pasó? ¿Fuiste a trabajar o no?

Sí, pero el patrón era un auténtico pendejo. Buscaremos por otro lado.

En todos lados piensas lo mismo. Es mejor que vayas poniendo los pies sobre la tierra de una vez. Hazle caso a tu madre —le aconsejó sin mucha importancia. Era como si lo estuviera invitando a salir y seguir bebiendo con sus amigos.

—Lo haré. —Respondió indiferente, y salió de la casa, agotado, pero con un aire triunfal. Incluso llegó a creer que se le había bajado el estado de embriaguez, y esto, queridos amigos, era preocupante, pues ya no había nada de alcohol ni mucho menos dinero.

Al salir, Carlos y Alberto posaron su vista en él y soltaron una carcajada. Acción que disgustó demasiado a Raymundo, sin embargo no lo demostró.

—Te traen cortito ¿eh? —preguntó Carlos encendiendo un cigarro.

—Más o menos, es mi madre la que no deja de joder una y otra vez.

—Mira, yo conozco algunos trabajillos fáciles que podrían alivianarnos bastante —comentó Carlos de repente. Sus palabras sonaron más a una opción que a un simple comentario que se le hubiera ocurrido de pronto por el simple hecho de decir algo. A Ray le pareció como si estuviera esperando el momento idoneo para decirlo

—¿De qué hablas? —Quiso saber Raymundo, no es que no supiera a lo que se refería, pero tuvo que preguntar para mostrar curiosidad.

Carlos no se molestó en contestar, en cambio, le dio una larga fumada al cigarro, y escupió un gargajo cerca de sus pies. Alberto quedó expectante al igual que Raymundo, esperaban escuchar aquella idea, la cual era inquietantemente agradable.

Ray conocía desde hace poco tiempo a Carlos; era un chico ocho años mayor que él. Tan delgado que parecía que de las mangas de su camiseta salían mangos de escoba en lugar de brazos. Caminaba tan encorvado que algunas veces uno creería que iría a dar de bruces contra el suelo, pero a pesar de su débil, ridícula, graciosa y desagradable apariencia, era un hombre duro que no se andaba con pendejadas. Si habría que hacer algo peligroso, con seguridad él era el primero en saltar hacia adelante. No pensaba las cosas más de dos veces, era como si conociera el peligro de todo mucho antes de que llegara a estar ahí. Así que Raymundo podría decir con toda certeza, a pesar del corto tiempo que llevaba de tratarlo, que conocía todo lo que en realidad se debía conocer en un sujeto como Carlos. Y bien lo podrían cocer a tiros si no la pasaba en grande cuando fumaban y bebían.

—Hay algunos pendejitos en la colonia, de esas personas mamonas al igual que el ingeniero de ahora. Sujetos que tienen tanto dinero que no saben en qué pendejadas gastarlo. Seguramente compran lubricantes anales para sus esposas y las consienten con dildos el doble de grandes que sus propios penes, y toda clase de depravaciones, ¿sabes por qué? Porque no saben cómo darle mantenimiento a sus mujeres, y gracias a la astronómica cantidad de dinero que guardan en sus cuentas de banco, pueden cumplir sus desagradables fantasías, tanto para ellos como para las zorras que tienen como esposas. De alguna u otra forma, aseguran que estas no los dejen para ir en busca de vergas más grandes —hizo una pausa, y le dio el último trago a su cerveza, luego arrojó la lata a una de las esquinas del patio, cerca estaba una carretilla—. Esa clase de mamones son a los que me refiero, puedes caminar por sus enormes casas sin que se den cuenta. Y mientras ellos revisan el aceite a sus mujeres, o ven películas en sus enormes televisores, uno puede echar vistazos a sus patios. Son tan pendejos que algunas veces dejan los vehículos afuera, aquí es donde entramos nosotros.

—¿Hablas de robar? —Se apresuró a preguntar Raymundo, con cierta aire de “asombro” en sus palabras, una vez que Carlos hizo su segunda pausa. Debía admitir que era algo tentador, y que él lo había pensado, incluso, llegó a hacerlo, pero siempre habían sido cosas pequeñas. Algo insignificante que sería difícil echar de menos. Pero Carlos hablaba de robar autos, o herramientas costosas que estuvieran a la vista.

—¿De qué otra cosa podría estar hablando? —preguntó, y desplegó los labios para dejar desnudos sus dientes amarillentos—. Te aseguro que no volveríamos a batallar. Solo imaginalo; en una noche robamos un par de llantas junto con sus rines y alguna sierra eléctrica, hay bajita la mano. Con esto podemos sacar unos cinco mil pesos como mínimo si logramos acomodarlos bien. ¡Cinco mil pesos! Escúchalo bien. En una sola noche, y para los tres. ¿En qué trabajo consigues esa cantidad de dinero? En ninguno. Puedes ganar por tu cuenta, durante un mes y sin faltar, unos seis mil pesos, pero si hacemos esto, ese dinero lo puedes conseguir en cuatro noches. Solo piénsalo, no me lo digas ahorita. Piénsalo bien, y tú también, Alberto. Le dedicamos una noche a este pedo, una sola noche a la semana, conseguimos buena mercancía, la vendemos al siguiente día, despreocupados… y sin más comentarios como los de hace un momento. Le das el dinero a tu mamá, y te la quitas de encima una semana. Piénsalo bien, amigo.

El silencio cayó y fue abrumador ante ellos. La propuesta sonaba tentadora, de hecho demasiado tentadora, pero no por eso debía acceder así de sencillo sin antes pensárselo mejor.

Luego de la extensa charla, y de escuchar la propuesta, ya se habían olvidado del ingeniero y de lo que sea que tuvieran en mente hacerle.

—Ustedes saben, piénsenlo bien, y piénsenlo mejor mañana a primera hora que estemos buscando trabajo, que bien podríamos pasarla echando unas cervezas acompañadas de hierba y cristal. —Dijo, y se bajó de la pequeña barda para llevarse las manos a la espalda y estirarse.

Los tres se encontraban ligeramente ebrios, pero ninguno traía dinero como para ir a comprar más.

Carlos y Alberto se despidieron y se largaron bajo el abrigo de la noche. Raymundo se quedó unos minutos afuera; orinando y pensando. Fumando y pensando. Al entrar, no supo si ya había llegado Sara, sin embargo poco le importó. Fue directo al baño a defecar y luego, después de cenar, se acostó.

Era ridículamente temprano, por lo que no tenía sueño, sino más bien quería sopesar aquella idea que les había metido Carlos en la cabeza.

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