Ambos comenzaron a buscar en el camarote hasta que, finalmente, la vieron: la joven estaba acurrucada en un pequeño hueco debajo de la cama, con las piernas recogidas contra el pecho y las manos cubriéndose los oídos.
El corazón de los dos se encogió. Verla así fue una de las sensaciones más desgarradoras que jamás habían experimentado.
Ella era idéntica a la princesa Miel, su hermana gemela, quien había crecido en el palacio. Ambos la habían visto convertirse en una joven fuerte, segura de sí misma, colmada de amor y cuidados por parte de los Reyes. Y ahora, tenían frente a ellos a una chica con el mismo rostro, pero rota por dentro. El contraste era devastador.
Entonces comprendieron cuánto habían divergido sus caminos. Mientras Miel nunca había enfrentado una situación más peligrosa que una exhibición ceremonial, Mariel había sobrevivido horrores inimaginables. Y ahí estaba, haciendo todo lo posible por no romperse.
André se acercó y le tendió la mano. Al rozarla, ella se estremeció y se encogió aún más. Estaba aterrada. Héctor se arrodilló junto a ella y, con voz suave, intentó calmarla.
— Hola... ya todo está bien. Estás a salvo. Nosotros no vamos a hacerte daño — dijo, acariciándole la muñeca con ternura.
La joven abrió los ojos lentamente. Observó a los dos hombres frente a ella, sin comprender del todo qué ocurría. Héctor, con dulzura, preguntó — ¿Puedes salir de ahí? —
Ella no sabía cómo responder. Nadie le había hecho una pregunta en su vida; solo conocía las órdenes. Así que obedeció como si se tratara de una más. Salió de su escondite y, de inmediato, se arrodilló ante ellos. El gesto, automático y cargado de sumisión, les heló el alma.
Héctor se arrodilló a su lado, la cubrió con una manta y murmuró con gentileza — Ven, levántate. No tienes que hacer eso. Ya no —
— Héctor... ella está en muy mal estado. Si mi madre la ve así, se le romperá el corazón — dijo André, conmovido.
— Démosle tiempo. Debe entender que ya no está en manos de sus captores. Cuando sepa que es libre, las cosas empezarán a mejorar — respondió Héctor con firmeza y esperanza.
Emprendieron el viaje de regreso a Leória. El trayecto en barco duraría una semana, y luego dos días más a caballo hasta el palacio. André esperaba que, durante ese tiempo, su hermana comenzara a sanar, al menos un poco.
Sabía que su madre, la Reina Elora, siempre se había culpado por la desaparición de Mariel. Verla en ese estado no haría más que agravar esa culpa. Lo que André no sabía era la verdad que la Reina ocultaba desde hacía dieciséis años.
Según la versión oficial, la Reina había estado amamantando a Miel cuando escuchó un fuerte ruido. Al ir al cuarto de las niñas, Mariel ya no estaba. Nunca contó lo que realmente ocurrió. La verdad era que aquella noche había hecho un trato con la Arpía. Se vio obligada a elegir cuál de sus hijas debía crecer lejos de ella... y esa decisión la marcó para siempre.
Durante todo el viaje, Héctor permaneció cerca de Mariel, procurando que se sintiera segura. Intentaba que saliera del camarote o que comiera sin tener que insistir demasiado.
— ¿Sabes?, tu verdadero nombre es Mariel. Tiene un significado muy especial: “la elegida”, “la amada por Dios” — le decía con suavidad.
Le hablaba tanto como podía: de la familia real, del palacio, de su infancia junto a André, de las travesuras que hacían corriendo por los pasillos del castillo. Pero ella apenas reaccionaba. No se movía, no hablaba. Desde que la encontró en el recinto y la eligió, no había dicho una sola palabra.
Aunque Mariel escuchaba todo lo que Héctor le decía, la mayor parte de sus palabras le resultaban imposibles de imaginar. Su vida entera había sido moldeada para convertirla en una asesina. Hasta el día en que intentó escapar, nunca conoció otra realidad. En su intento fallido, la Arpía decidió darle una lección y la envió al recinto como esclava sexual, vendida al mejor postor.
Al evocar su infancia, Mariel se dio cuenta de que, pese a todo, hubo un breve momento de felicidad: cuando vivía con quienes creyó sus padres. Desde sus primeros recuerdos, siempre tuvo una madre y un padre humildes, campesinos de escasos recursos. También recordaba a sus hermanos. De Nina, apenas conservaba algunas imágenes borrosas, la niña murió a muy corta edad, pero de Oliver lo recordaba casi todo. Crecieron juntos. Fueron entrenados juntos. Y fue Oliver quien le dio el valor para intentar escapar.
Él fue su motor, su esperanza. Sabía, al igual que ella, que si fallaban, el castigo sería la muerte... y aún así lo consideraron el mejor destino posible.
El recuerdo de Oliver hizo brotar lágrimas de sus ojos. Lágrimas de dolor y desesperanza. En el fondo, deseaba que estuviera muerto. Solo así podría encontrar algo de paz. La idea de que hubiera sido capturado con vida y sometido a torturas inimaginables por la Arpía la atormentaba sin cesar.
Héctor, al verla llorar, pensó que quizá había dicho algo que la afectó. Se sintió impotente, sin saber cómo consolarla. Aún no conocía su voz.
— Perdóname si algo de lo que dije te hizo sentir mal... Imagino que tu vida fue muy distinta a la nuestra — murmuró con sinceridad.
Mariel deseaba poder responderle, asegurarle que no tenía culpa de nada. Pero levantar la mirada para verle el rostro ya le resultaba imposible. Había sido entrenada para no hacerlo.
Los días continuaron su curso. Héctor permanecía a su lado, hablándole con ternura, sin forzarla, esperando que con el tiempo se sintiera segura. André, por su parte, también intentaba acercarse. Anhelaba que ella pudiera caminar libremente por el barco, hablar con ellos, reír. Cosas que para muchos eran simples... pero para Mariel eran imposibles.
El entrenamiento como esclava la había condicionado a no moverse sin permiso, a no hablar sin ser autorizada, y jamás mirar a su amo a los ojos. Cada segundo estaba cargado de miedo. Saber que cualquier movimiento incorrecto podía significar una golpiza o algo peor la mantenía en constante tensión.
Pasarían días, quizás semanas, antes de que lograran que se sintiera segura.
Casi seis días después de abandonar la isla, el barco se acercaba al puerto. Todo parecía marchar sin contratiempos, hasta que divisaron velas negras en el horizonte… Un barco pirata.
André comprendió de inmediato el peligro. Sabía que su embarcación no portaba insignias reales, ya que se utilizaba para misiones encubiertas. Pero los piratas rara vez necesitaban una excusa para atacar. Oro, riquezas, mujeres… cualquier cosa podía ser motivo suficiente.
Al ver que la nave enemiga cambiaba su rumbo y se dirigía hacia ellos, André dio la orden — ¡Todos en posición de defensa! —
Volvió la mirada hacia Héctor, con expresión grave — Héctor, necesito que protejas a Mariel. Pase lo que pase. En este momento, mi vida no importa tanto como la de ella —
Héctor, su guardia personal y amigo más leal, dudó por un instante — La llevaré al camarote y dejaré un par de hombres allí. Yo puedo ser más útil aquí — replicó, evaluando la situación.
Pero André fue firme — No. Llevamos años buscándola. Si algo le pasa antes de que mi madre la vea... habré fracasado. Ese es mi único objetivo —
En ese instante, los cañones comenzaron a tronar. La batalla era inminente.
Mariel estaba refugiada en el camarote, con Héctor vigilando a su lado. Él espiaba a través de una rendija, tratando de evaluar lo que ocurría afuera. La joven, en silencio, temblaba. Por su mente pasaba una única idea: venían por ella.
Sabía que la Arpía no permitía que sus esclavos escaparan. En su mundo, la única salida verdadera era la muerte.
Los piratas abordaron el barco de André lanzándose por las cuerdas, como una plaga hambrienta. Los cañones seguían retumbando, acompañados del choque de espadas y gritos de guerra. Superaban en número a la tripulación de André y pronto comenzaron a dispersarse por toda la nave, buscando oro, provisiones… o cualquier cosa que pudieran saquear.
Algunos llegaron hasta el camarote donde se encontraba Héctor. Abrieron la puerta de golpe, solo para recibir de inmediato un brutal puñetazo en el rostro que los derribó. Sin perder tiempo, Héctor tomó a Mariel de la muñeca y la sacó corriendo. Emergieron a la cubierta entre el caos del combate.
Desde allí, Héctor vio cómo André luchaba contra varios enemigos a la vez. Aunque aún no utilizaba su invocación, los demás soldados del príncipe empleaban hechizos menores para defenderse. Parecía que resistían... hasta que el capitán pirata apareció.
Con un solo movimiento, lanzó una onda mágica expansiva que barrió con varios hombres, arrojándolos al mar y dejándolos a la deriva.
Mariel presenciaba la escena, paralizada. Su mente corría con la idea de que, si los piratas ganaban, matarían a todos. Miró a su alrededor buscando a Héctor. Lo encontró enfrentándose a varios enemigos, tratando de impedir que se acercaran a ella.
De pronto, sintió unas manos fuertes sujetándola por detrás — Mira esto... qué dulce niña. Vas a calentar mi cama esta noche — murmuró con voz repugnante el hombre que la sostenía.
Mariel estaba acostumbrada a ser tratada como un objeto. Pero esta vez, el miedo era diferente. El asco era visceral. El hombre que la sujetaba le provocaba un rechazo absoluto.
Héctor la vio siendo arrastrada hacia el capitán pirata e intentó intervenir, pero cuatro enemigos más se interpusieron en su camino, obligándolo a pelear sin descanso.
Mientras tanto, el capitán miró a Mariel con deseo y se lamió los labios — Me divertiré mucho contigo — le dijo