TREINTA Y DOS

Isabella sintió que el corazón le latía con fuerza contra el pecho. Le dolía mientras seguía tratando de encontrar una manera de sobrevivir a la turbulencia que acababa de golpearlo.

Deteniendo bruscamente los pasos que la habían llevado más lejos de la habitación de Charles, Isabella suplicó en silencio a su corazón que dejara de dolerle tanto.

Pero su mente echó sal a la herida y reprodujo la impactante imagen que acababa de presenciar.

Y recordó cómo oyó a Charles decirle a su secretaria, que estaba desnuda como estaba, que se quedara quieta.

¿Era así?

¿La ayudó Charles con la seguridad del matrimonio cuando en realidad tenía a su secretaria para follar a su antojo?

¿Pero por qué?

Si tuviera que juzgar en base a lo que vio, entonces, la oferta de Charles de ayudarla no era más que una estafa.

¿Era esa su forma de venganza? —se preguntó Isabella mientras se palmeaba el pecho—.

Si lo era, le dolía mucho y, francamente, Isabella nunca supo que podía sentir tanto dolor.

Pero entonces,
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