Capítulo 10

Daniela hizo una reverencia y realizó lo que él le pedía, se retiró la máscara sonriendo.

— ¿Así está mejor?

 Él la miró en silencio por un momento, hizo un gesto de duda y después sonrió con una extraña y lenta sonrisa.

—Estaba equivocado. Hubiera sido un juego más parejo si te hubieras quedado con la máscara puesta. Eres muy bella, alteza.

—La luz de la luna es amable.

—Entonces que Dios me ayude cuando nos veamos a la luz del día… de un modo u otro —su rostro pareció de pronto demacrado, luego tomó la mano de ella y la llevó hasta sus labios, con la penetrante mirada, encontrando la de Daniela—. ¿Quieres regresar ahora?

 Daniela no quería. No deseaba más que permanecer donde estaba.

— ¿Tú sí? —preguntó.

—Si un hombre encuentra que se perdió en un cuento de hadas que incluye a una bella princesa a la luz de la luna, ¿Es posible que desee que este termine?

—En ese caso, sugiero que nos sentemos aquí un momento

—Ella volvió a ocupar la banca de hierro, indicando el lugar a su lado—. Observemos la luz de la luna y finjamos que somos viejos amigos que hacen esto todo el tiempo.

  Él se sentó al lado de ella con presteza y extendió las piernas, a las cuales les iban muy bien las medias de seda y el pantalón de satén a la rodilla. No era nada delgado, notó Daniela con aprobación. Su acompañante era esbelto, posiblemente, pero musculoso y de buena estatura. Era mucho más alto que ella, lo cual no era común. A la mayoría de los hombres los miraba a los ojos, o le quedaban cortos. Raúl Arteaga era una fracción más alto que ella, pero no mucho.

 —Ya que somos viejos amigos —exclamó el hombre de pronto—, no debe sernos difícil encontrar temas de conversación. ¿Qué tópicos te agradan, alteza?

  — ¿Nosotros?

   —Correcto. Empieza tú —con mucha suavidad, se apoderó de la mano de ella, después se reclinó, mirándola con una sonrisa invitadora. Daniela correspondió a su sonrisa y, obediente, le dio alguna información básica.

 — Soy diseñadora de interiores y en sociedad con una amiga, tengo dos hermanas y un hermano. Tengo un hijo de nueve años. Nací en Maracay y poseo un apartamento con terraza por aquí cerca, en Las Delicias.

—¿Un hijo? ¿Del príncipe encantado?

—¡Oh no! Soy viuda desde hace seis años. —Esa —concluyó—, es la historia resumida. Ahora te toca a ti.

— ¡No tan rápido! No me has dicho tu nombre. A menos que prefieras seguir como la princesa desconocida.

—Como no fue idea mía en primer lugar, por supuesto que no. Mi nombre es Castillo…  Daniela Castillo.

— Daniela, hermoso nombre.

A Daniela le gustó como se oía su nombre en su voz.

—Y ese Raúl… el Príncipe Encantado —levantó la mano que sostenía para observar sus dedos—. No hay insignia de propiedad todavía. ¿Le permitirás que te compre una?

 —Si te refieres a un anillo, no lo considero como una insignia de propiedad — respondió—. Si alguna vez un hombre pone una sortija en mi dedo, sería como una señal de sociedad, señor Bestia.

— ¡Ah! Me disculpo y estoy de acuerdo de todo corazón —vaciló—. ¿Requieres capítulo y verso de mi parte ahora, Daniela?

—Tanto como tú desees —encogió los hombros—. O puedes conservar tu anonimato, si prefieres. Supongo que no nos encontraremos de nuevo.

 — ¿Por qué no? A menos que encuentres mi cara difícil de aceptar, por supuesto.— Su voz era tan cuidadosamente inexpresiva, que Daniela experimentó el súbito impulso de besar la cicatriz, decirle que no le importaba a ella en lo más mínimo.

—Como dije antes, el parche y la cicatriz son ventajas en lo que concierne a las de mi sexo. A las mujeres por lo general les arrebata la imagen de un pirata.

—A algunas, es posible —él levantó la mano de Daniela hasta sus labios de nuevo—. Permíteme decirte lo encantadora que eres, Daniela Castillo. Eres más que una cara bonita.

 Daniela se alegró de que la luz de la luna neutralizara el rubor de su rostro.

—Oh, gracias, amable señor. Pero no puedo seguir llamándote, señor. ¿No me dirás tu nombre? ¿O es información secreta?

 —No, es un nombre muy ordinario. De la fuente… Juan Carlos. Juan para mis amigos. Ella frunció el ceño al percibir de nuevo la tensión en el hombre que estaba a su lado.

      —Me parece conocido —respondió con lentitud, después se volvió a él sonriendo—. ¡La señora que organizó el baile! Raúl me dijo que se apellidaba De la fuente.

  Él rio de nuevo.

—Cierto. De otro modo, ni amarrado me hubieran podido traer. Mi madre es pequeña, pero es una dama muy dominante y dedicada con pasión a las obras de caridad, así que aquí estoy como me ordenaron, pero sin la señorita Fernanda acompañándome. Mi hermana… —añadió, moviendo la cabeza—. Veintidós y tremenda.

 — ¿Y por qué no vino ella?

—Fue por el asunto del traje. Mi cicatriz y yo no estamos todavía acostumbrados el uno al otro, así que mi asistencia estaba condicionada a que consiguiera un disfraz apropiado. Fer sería la Bella, y yo la Bestia.

 — ¿Qué sucedió?

 —Cometí la imprudencia de dejar el alquiler de los trajes en sus manos. El mío llegó según lo planeado, pero cuando la señorita Fernanda se presentó ante mi padre, a este casi le da un ataque. Cambio de opinión, según dijo Fer. Hacía demasiado calor para tanto brocado. —Juan Carlos rio—. Ella bajó en su versión de Sirenita, lo que significaba una cola dorada apretada a su cuerpo como una segunda piel, una larga peluca rubia y unas perlas esparcidas estratégicamente sobre su mitad superior. Mi madre le lanzó una mirada y la mandó a su habitación en medio de una rabieta, y yo, tonto de mí, vine solo.

— ¿Lamentas haberlo hecho? — Daniela se ruborizó al momento, segura que pensaría que ella buscaba un cumplido.

 —No te apenes. Sé lo que quieres decir —la sorprendió su intuición—. ¿Y cómo podía lamentarlo? Si nunca volvemos a vernos, alteza, tendré este interludio como recuerdo —puso un dedo bajo el mentón de la chica y le volvió el rostro hacia él con su amplia boca esbozando una sonrisa—. ¿Puedo pedir un último favor antes que el Príncipe Encantado venga a rescatarte?

 — ¿De qué se trata?

 —Ya que yo me quité el disfraz a petición tuya, con renuencia debo añadir… ¿me corresponderías, dejándome verte sin la peluca?

Los ojos de Daniela se agrandaron, después empezó a reír, sacudiendo la cabeza.

 —Lo siento, pero no puedo hacerlo. Pueden parecerte una peluca. Juan Carlos, pero cada cabello enrulado es mío, porque yo no usaría una peluca.

   Él tomó un mechón en cada mano y tiró de ellos con suavidad, atrayendo su rostro al suyo.

 —Es demasiado para un hombre —murmuró ronco y la besó.

 Daniela se quedó muy sorprendida un momento, tomada por sorpresa, después se derritió de buena gana en los brazos que la rodearon. Ella, a su vez, pasó los brazos alrededor del cuello de Juan. Los labios de ambos se abrieron al unísono, mientras él la apretaba contra su cuerpo con tal fuerza que Dani podía sentirlo temblar un poco, así como los latidos de su corazón contra los propios, afectándola de un modo que nunca experimentó con Víctor Manuel. A su contacto, la sensación de reconocimiento surgió de nuevo, junto con otra multitud, dentro de ella. Estaba segura que nunca antes había visto a ese hombre; aun así, sentía que lo conocía, que le era familiar el contacto de sus manos y su boca, su olor, el tener su cuerpo contra el suyo y experimentó un deseo salvaje, el verdadero calor de una llama que respondía dentro de su ser. Se retiró un poco, con los ojos brillantes.

— ¡No tenía idea!… —exclamó con una voz extraña y le ofreció su boca de nuevo. Juan Carlos la tomó con un gruñido de impotencia, aplastándola contra él y la besó de una manera a la que ella respondió con deleite. Daniela liberó su boca al fin, pero solamente para mover sus labios con exquisito cuidado sobre la cicatriz, tirando de la cabeza de él para seguir por el borde hasta su espeso cabello oscuro.

  De pronto, una iracunda voz rompió el idilio. Daniela se sobresaltó con culpabilidad, al escuchar a Raúl a la distancia, gritando su nombre.

—Debo irme —jadeó y levantó el rostro para un último beso. Juan Carlos la retuvo un momento, mirándola ceñudo.

  — ¿El Príncipe Encantado… es importante para ti?

—No —agrandó los ojos cuando la verdad de ello la impactó—. No, no lo es. Pero no quiero que eche a perder este…

 —Dame tu número telefónico.

  — ¿Lo recordarás? —preguntó con ansiedad, y él asintió repitiéndolo después de ella hasta que estuvo seguro de haberlo aprendido.

—Te llamaré pronto, muy pronto —la besó de nuevo, con fiereza, después la dejó ir. Daniela recogió su falda para correr en dirección a la voz de Raúl. Le dirigió a la alta y oscura figura en las sombras, una última sonrisa sobre su hombro y se obligó a dejarlo solo, observándola hasta que se perdió de vista.

— ¿Dónde has estado, en nombre de Dios? —demandó Raúl, en cuanto Daniela apareció ante su vista —. ¡Ya iba a llamar a la policía!

—Sentada en el jardín, mirando la luna —le indicó Daniela, sin arrepentirse—. Me sofocaba en el salón de baile y tú estabas tan inmerso en el mercado de valores, que decidí dar un paseo al aire libre.

  Raúl estaba ofendido e insistió en que ella permaneciera en la fiesta una hora más de lo planeado, a modo de reparación. Después pasó a llevarla a casa de sus padres, diciéndole cuan irresponsable actuó y lo embarazoso que fue el inventar excusas ante sus amigos por su desaparición. Ninguno de sus reproches tuvo el menor efecto sobre Daniela. Ella permaneció a su lado en un silencio ensoñador, sorda a sus quejas, con toda su atención en la escena de su mente de la Bella y la Bestia en un jardín iluminado por la luna y los sorprendentes y apasionados besos que hacían que su corazón diera un vuelco al recordarlos y la dejaban deseando más. Cuando Raúl llegó a la casa de los Castillo en El Castaño, eran las dos de la mañana y todo estaba en silencio, pero la luz de la cocina se hallaba encendida esperando el regreso de los que llegarían tarde.

Había una jarra con café y una bandeja con emparedados para ellos en la mesa. Daniela hizo un ademán, señalándolos con amabilidad, reprimiendo un bostezo.

—Sírvete por favor, Raúl, si apeteces. No te acompañaré, lo que quiero es irme a la cama.

 — ¿No tienes nada que decir para disculparte? —demandó él, con apariencia ridícula, temblando de rabia con su chaqueta de terciopelo y pantalón a la rodilla, lo cual parecía extraño ahora que había descartado la peluca y usaba sus habituales zapatos de calle en lugar de las zapatillas plateadas del Príncipe Encantado.

  —Me disculpo por preocuparte, Raúl, pero estaba a salvo. Conozco el jardín de la casa de festejo La Rosa Blanca, casi tan bien como el de allá afuera —hizo un ademán indicando la ventana—. Se me pasó el tiempo, eso es todo. Lo siento.

  Raúl mordió un emparedado, irritado.

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