1: Regreso a La Victoria.

El amanecer en la Victoria pintaba el cielo con tonos de coral y dorado, mientras yo observaba el paisaje desde la ventanilla del autobús. El camino serpenteaba a través de campos de caña de azúcar y plantaciones de cacao, reminiscencias de un pasado que nunca había olvidado. Cada kilómetro que me acercaba a mi destino, hacía que mi corazón latiera con más fuerza, una mezcla de emoción y nerviosismo llenando mi pecho.

Tras varios años viviendo en el extranjero, recorriendo selvas inexploradas y capturando con mi cámara la esencia indómita de la naturaleza, regresaba a mi ciudad natal. La idea de volver a pisar las calles empedradas de mi infancia, me provocaba un torrente de emociones. Las caras conocidas, los aromas y los sonidos familiares de la ciudad, habían habitado en mis recuerdos, anclados en un tiempo que ahora me parecía lejano.

Me encontraba perdida en mis pensamientos, y la profunda nostalgia que me provocaba ver la familiaridad de la ruta. Cuando de pronto, el autobús frena de golpe poniendo fin a mi laguna mental. Miré hacia el frente del autobús, y resulta que un auto se cruzó por delante de nosotros hace varios minutos.

Puedo oír a todos discutiendo de que es culpa del auto por tener las luces traseras averiadas, por lo que el conductor del bus no tuvo tiempo de reaccionar. Es algo tonto, ambos tienen la culpa a mi parecer, cómo conductor de autobús debería saber que no puede ir pegado al vehículo de enfrente, pero mejor no opino para no crear más disputas. Esto solo retrasará mi llegada a casa aún más. Me causó un poco de gracia que una señora bajó de la camioneta, se sentó en la acera y sacó una tasa de su bolso. Sólo se puso a comer cómo si nada, sabiendo que esto es para rato. Me produce gracia, pero molestia a la vez, sabiendo que tiene mucha razón al tomarse las cosas con calma, porque conoce el comportamiento humano.

Luego de un largo rato de discusiones y tonterías, por fin logramos ponernos en marcha. Me siento súper agotada y estresada en este momento, cómo suelo hacer en momentos de tensión, me coloqué mis audífonos para escuchar mis canciones favoritas y buscar un alivio momentáneo.

El autobús finalmente llegó a su destino, y me bajé con una mochila al hombro y mi cámara colgando del cuello, cómo una extensión de mí misma. El terminal de autobuses estaba tan bullicioso como lo recordaba: vendedores ambulantes ofreciendo sus productos, estudiantes corriendo apresurados con sus mochilas abarrotadas y familias despidiéndose con abrazos y lágrimas.

Tomé un taxi hacia la casa de mi infancia, sintiendo una punzada de nostalgia al reconocer cada esquina y cada edificio por el que pasábamos. Al llegar, bajé del coche y me quedé un momento contemplando la fachada de la casa. La pintura estaba un poco desgastada, pero seguía siendo el hogar que recordaba. Tomé una profunda bocanada de aire y empujé la puerta.

-¡Mamá, ya llegué! —llamé desde la entrada.

-¡Valeria! —gritó mi madre desde la cocina, saliendo apresuradamente para abrazarme.

El abrazo fue largo y reconfortante. Me dejé envolver por los brazos de mi madre, sintiendo la calidez y el amor que tanto había extrañado. Después de unos momentos, nos separamos y mi madre me miró con lágrimas en los ojos.

-Has cambiado tanto, hija. Te ves increíble —dijo mi madre, acariciando mi mejilla.

-Tú también, mamá. Estaba deseando verte —respondí con una sonrisa.

Pasamos el resto de esa mañana y parte de la tarde poniéndonos al día, compartiendo historias y risas como si el tiempo no hubiera pasado. Pero yo tenía una misión, y el tiempo apremiaba.

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