El hombre que mató con un balazo en la cabeza al bailarín que lo había acompañado, se había adentrado en los pasillos.
Había llegado allí con una misión clara: secuestrar a Jordan. Y no era el único. Otro de los infiltrados, uno que no había ido con ningún bailarín, sino que se había quedado en el salón entre los demás, tenía la tarea de capturar a Jasper.
Ese ya estaba en movimiento. Mientras el salón se convertía en un campo de guerra, con los hombres de Reinhardt entrando al enfrentamiento, con disparos cruzados, cuerpos cayendo, gritos, confusión y el caos apoderándose del aire como una peste, ese hombre aprovechó la distracción para avanzar entre las sombras, entre el humo espeso y las siluetas que corrían o se arrastraban por el suelo. Encontró a Jasper y lo tomó.
Jasper no debía morir. Lo sujetó con fuerza y salió lo más rápido que pudo del cabaret, esquivando el fuego cruzado, sin perder tiempo.
Mientras tanto, Reinhardt había salido de su oficina. No podía creer lo que estaba