Apenas la puerta se cerró detrás de Adrian, sentí cómo la atmósfera en la oficina cambiaba por completo. El aire, antes cálido por la conversación tranquila con él, se volvió denso, casi eléctrico. Xander permaneció de pie junto a la puerta, inmóvil, con los brazos cruzados sobre el pecho y la mandíbula visiblemente apretada. Me observaba con una intensidad que me hizo apartar la mirada por un segundo, como si sus ojos buscaran respuestas que ni él mismo sabía formular.
—¿Todo bien? —pregunté finalmente, fingiendo indiferencia mientras acomodaba unos papeles sobre el escritorio, aunque mis dedos temblaban apenas.
—¿Por qué no habría de estarlo? —respondió, avanzando con pasos lentos y contenidos hasta colocarse justo frente a mí.
Podía sentir la tensión emanando de su cuerpo. No era simplemente incomodidad, era algo más primitivo, más visceral. Se notaba en la rigidez de sus hombros, en la forma en que sus labios se curvaban apenas hacia abajo. Me obligué a mirarlo a los ojos.
—No lo