La melodía del piano flotaba por el salón. Yo estaba rígida en mi silla, con la taza de porcelana apoyada en la rodilla, observando los labios de Alessio moverse con el entusiasmo de un hombre que nunca había recibido la orden de callarse.Llevaba treinta minutos contándome historias sobre su brutalidad.Cómo le había roto los dedos a un hombre, uno por uno, hasta que los gritos cesaron y la lección quedó aprendida.—Tenías que haberle visto la cara —dijo Alessio, recostándose con una risita satisfecha que me revolvió el estómago—. Pensó que podía robarme. ¿A mí?Llevé la taza a mis labios y tomé un sorbo medido; el líquido estaba casi frío ya. La manzanilla sabía a ceniza, o quizá era simplemente la compañía.Frente a mí, Alessio continuaba con su monólogo, ajeno a mi mirada perdida.—Pero basta de mí —dijo de repente, y mi atención volvió a él.Su cabello castaño, recortado, estaba peinado con suficiente gel como para resistir un huracán. Sus ojos, demasiado juntos, estaban fijos en
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