El otoño comenzaba a marcar su paso con mayor firmeza. Las hojas crujían bajo los pies como susurros antiguos, los atardeceres se teñían de tonos cobrizos que parecían incendiar el cielo, y el viento traía consigo un murmullo suave, como una canción de cuna natural que mecía las ramas desnudas de los árboles. En el interior de la casa, sin embargo, el tiempo parecía moverse a un ritmo diferente. Más lento. Más íntimo. Como si todo el universo se hubiese reducido al espacio entre los brazos de Nelly, Adrián y el pequeño Damián.El primer día en casa fue una sinfonía de ternura y desvelo. Adrián cargó el portabebés como si llevara una joya milenaria, con pasos cautelosos y la respiración contenida, como si el mínimo movimiento pudiera despertar a ese nuevo universo que dormía en silencio.—Cuidado con la alfombra, tiene una pequeña arruga —le advirtió Nelly desde el sofá, medio riendo, medio temblando de emoción, con la bata aún abierta sobre el camisón de algodón, sus mejillas sonrosad
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