Despertar abrazado a Anahir era, para Nicolás, como ganar la Copa del Mundo. Así, sin exagerar. No había oro, ni medallas, ni aplausos. Solo su corazón latiendo lento y sereno. Solo ella, enredada en sus brazos. Solo paz. La miró, adormilada, con el cabello revuelto, la respiración tranquila, y una pequeña arruga de sueño en la frente que no podía parecerle más hermosa. Sonrió, con esa sonrisa que le nacía solo para ella. Le acarició el rostro, lento, como quien tiene miedo de romper un sueño demasiado perfecto. Ella empezó a moverse, desperezándose con pereza, como una gata. Apenas abrió los ojos, Nicolás se inclinó y le susurró al oído: —Buenos días. Anahir sonrió, aún a medio camino entre el sueño y la vigilia. —Muy, muy buenos días —le respondió con una voz ronca, adorable. Nicolás no pudo evitarlo. Se acercó y le besó la frente, con un cariño inmenso. Ella se estiró un poco, medio avergonzada. —Debo estar hecha un desastre —murmuró, escondiendo la
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