El Consuelo en la Tormenta Verónica no dijo nada más. Simplemente se sentó junto a Emanuel y, con un gesto instintivo, lo envolvió en un abrazo firme. Él, roto, quebrado por la culpa y el dolor, se dejó caer sobre ella. Apoyó la cabeza en sus piernas y cerró los ojos con fuerza, como si al hacerlo pudiera detener las lágrimas que seguían cayendo sin control. Su respiración era entrecortada, temblorosa. El hombre fuerte, el empresario intocable, el padre que siempre supo guiar, ahora era solo un hombre destrozado. Y Verónica, sin dudarlo, estuvo allí para sostenerlo. Sus dedos comenzaron a deslizarse por el cabello de Emanuel con una suavidad reconfortante, como si el simple contacto pudiera calmar la tormenta que se agitaba dentro de él. —Todo va a estar bien, Emanuel. —Su voz fue un susurro, un bálsamo en medio del caos—. Esto tenía que pasar, se lo dijeras cuando se lo dijeras a Ismael. Él se iba a enojar igual. Pero dale tiempo, va a entenderlo. Pero Emanuel negó con la cabeza
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