Amalgama de sentimientos
Amalgama de sentimientos
Por: Briana Romans
Prólogo

Agapea, principios de Noviembre de 1990

Tenía tantas ganas de ver a su familia que últimamente los eventos sociales a los que estaba acostumbrado a asistir habían comenzado a aburrirle. Ni siquiera las bellas damiselas que revoloteaban a su alrededor conseguían entretenerlo.

¡Seis meses! ¡Más de seis meses fuera de casa! No era de extrañar que estuviera tan entusiasmado por regresar.

Afortunadamente, no se sentiría como pez fuera del agua cuando retomara sus actividades sociales. Su madre le había escrito a menudo contándole los chismes más candentes de los círculos por los que se movían. Su hermana también le había escrito, menos que su madre y quizás sólo por compromiso.

Por fin, vislumbró el parque de Agapea, que a esas horas de la noche solía estar desierto, o eso parecía, porque en realidad los amantes se citaban allí, y muy especialmente en los grandes setos que formaban pequeños laberintos. Él lo había hecho más de una vez.

Y cuando finalmente entró en su barrio "Las dos torres", después del largo rodeo que había que dar al parque, una sensación de placer le dijo que ya estaba en casa. Nada había cambiado. El perro de los Ramiralta, un doberman completamente negro, caminaba de un lado para otro de la verja a la expectativa de que alguien apareciera para soltar sus fuertes ladridos. Los rosales de los Albiera seguían siendo magníficos, y a esas horas de la tarde, las nanas ya regresaban del parque de Agapea para preparar a los niños para cenar en familia.

Cinco minutos después, el taxi lo dejó frente a su hogar. Una magnífica residencia que pertenecía a su familia desde que su tatarabuelo la comprara a un aristócrata arruinado. Y es que la burguesía había brotado como la mala hierba, y había hecho desaparecer la poca nobleza que aún quedaba en Agapea.

Se decía que la ciudad se había fundado exclusivamente para convertirse en lugar de ocio de los aristócratas. El clima mediterráneo, ideal para aquellos que no soportaban veranos bochornosos o inviernos a temperaturas bajo cero, había contribuido a ello.

Sin embargo, con el paso del tiempo, las costumbres arraigadas de la nobleza estancaron a Agapea. Los comercios no prosperaban y lo único que la aristocracia hacía era divertirse.

Hasta que la burguesía se alzó.

Poco a poco, fueron comprando terrenos fuera de la ciudad, edificando sus enormes plantas, modernizando los comercios, y de un momento a otro, pasó a tener la voz cantante.

La aristocracia, que había mermado considerablemente, fue vendiendo sus tierras y alejándose de esa ciudad, que de la noche a la mañana había pasado a ser completamente industrial.

Las grandes residencias se mantuvieron intactas, y ahora en ellas vivía la crème de la crème de la burguesía.

Felipe Cruz estaba orgulloso de esa casa. Su madre siempre le había contado que era una de las más antiguas de la ciudad, y que si decidieran venderla, la comprarían en un suspiro y al precio que ellos impusieran.

-¡Señor Cruz, no lo esperábamos! –exclamó el mayordomo de la casa. Pocas veces conseguían pillarlo desprevenido. Su falta de sosiego le dijo a Felipe que esta había sido una de esas veces.

-He adelantado mi vuelta, Richard –respondió sin ocultar una amplia sonrisa de triunfo-. ¿Dónde están todos?

-Bueno, su padre no está en casa. Y su madre y su hermana están en el salón. Estarán muy contentas de verlo –contestó el hombre, obviando la petulancia de su señor y volviendo a poner su cara de pingüino.

-Eso espero, Richard –dijo caminando hacia allí-. Me apetece ver más caras de asombro –añadió para fastidiar al mayordomo, pero éste apenas pestañeó. Volvía a ser el estirado de siempre.

-¿Desea algo especial para la cena?

-Todo lo que Doris cocina está delicioso –replicó Cruz antes de desaparecer.

La señora Cruz estaba entretenida con el último número de la revista del corazón más vendida de Agapea, "La gaceta", que dejó a un lado para correr hacia su hijo y abrazarlo con vehemencia.

-¡Felipe! ¡Qué alegría, hijo!

Su hermana en cambio cerró el libro que tenía entre sus manos, colocando la mano en medio para no perder la página que estaba leyendo, y observó la escena desde el cómodo sillón que había cerca de la ventana.

-Bienvenido, Felipe –dijo.

-Patricia Cruz, ven a saludar a tu hermano como es debido.

La joven se levantó, y después de dar un casto beso a la mejilla a su hermano, volvió a su cómodo sillón y continuó leyendo.

La señora Cruz iba a protestar otra vez, pero Felipe la detuvo. Él sabía que no podía exigirle a su hermana gestos de cariño, después de todo, seis meses separados y vidas completamente paralelas, no podían afianzar la relación entre dos hermanos.

-Tienes que contarme las últimas novedades, madre. Voy a quedarme un tiempo y no quiero meter la pata con algún comentario.

-Por supuesto, hijo –cogió la mano de Felipe y lo llevó al sofá más cercano.

Cruz escuchó con atención los escándalos más jugosos que su madre, orgullosa, le estaba contando al detalle, pero que cuando le preguntasen o le hablaran de ello, fingiría no conocer o apenas haber oído hablar de ello. Y es que la buena educación en Agapea, dictaba estar enterado de cuanto sucedía, pero nunca alardear de ello.

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