Capítulo V

Montada sobre su caballo, Amanda Vértiz corría por el verde y hermoso campo a todo lo que el noble bruto podía, con gran experiencia y habilidad, la bella amazona guiaba las riendas controlando apenas, el coraje que la embargaba y la hacía contraer las mandíbulas.

No había obstáculo en el camino que el caballo no eludiera o brincara, con destreza y experiencia, manejaba las riendas del hermoso animal, mostrando sus dotes naturales de amazona consumada, de esa manera cruzaba, sin detenerse, aquellos campos que lucían la dedicación y el cuidado a que eran sometidos por los jardineros.

No tardó mucho en llegar hasta las puertas de la casa principal, y rayando el brioso corcel, desmontó con un ágil brinco, justo en el momento en que uno de los mozos de la cuadra se acercaba a ella para hacerse cargo del caballo, el empleado sabía que había que ponerle una manta para el sudor.

El caballerango sabía que debía llevar al potro a las caballerizas para atenderlo debidamente y dejarlo descansar a su ritmo.

Con pasos grandes y presurosos, Amanda, penetró en la lujosa mansión campirana, cruzó la sala sin detenerse. Subió los escalones de dos en dos rumbo a las habitaciones, y después, cruzando un alfombrado pasillo que amortiguaban sus pasos, se detuvo ante una puerta de caoba, respiró profundamente antes de hacer el siguiente movimiento.

Por unos momentos titubeo, no sabía si llamar o entrar directa­mente, estaba tan enojada que se decidió por lo segundo.

Con firmeza y resolución, abrió, la puerta, la cual no tenía puesto el seguro como lo había imaginado.

La recámara se encontraba sumida en semi penumbras, así que tardó un poco en adaptarse al entorno hasta que pudo ver con claridad.

Sus grandes y hermosos ojos descubrieron los dos cuerpos desnudos y entrelazados que yacían sobre la cama, acariciándose y besándose con pasión desbordada sin que nada los perturbara.

Ninguno de los dos amantes, se percataron de la presencia de la hermosa amazona, que apretó los puños con sincera indignación al contemplar aquella escena lujuriosa que la molestaba.

—¿Qué demonios significa esto, Elena? —gritó liberando su tensión y avanzando hacia la cama con resolución sin poder contener el coraje que la invadía.

La pareja se separó bruscamente suspendiendo su coloquio amoroso para voltear a verla con genuina sorpresa, Elena, barrió con una mirada cínica y furiosa a la intrusa que se atrevía a irrumpir en su intimidad de aquella manera.

Mientras, a su lado, el joven amante, trataba de cubrir su desnudes, con la sábana de la cama, aparentando un pudor que estaba lejos de sentir.

Lo que experimentaba era temor, conocía el fuerte carácter de Amanda y sabía de los extremos a los que podía llegar cuando estaba furiosa con algo.

Amanda, ni siquiera lo veía, ya que sus ojos, con una mirada glacial y llena de reproches, estaban clavados en el desdeñoso rostro de Elena Contreras, quién altiva le sostenía la mirada, incluso tenía una sonrisa burlona y retadora que pretendían infundir temor en su prima.

—¿No te han enseñado que se debe de llamar a la puerta antes de entrar a una recámara? —musito con ironía y coraje, Elena, sin dejar de verla, mostrando con total descaro sus hermosas formas desnudas al sentarse en el lecho— ¿Qué quieres aquí...? ¡Largate...! Estas en mi recámara y nadie te invito a pasar.

—Sí, es tu recámara, pero estas en mi casa y aquí no es hotel para que traigas a tus... "amiguitos". Así que vístete y despídelo ya, quiero hablar contigo ahora mismo —replico Amanda, con firme resolución

—No, no es mi "amiguito" como tú lo llamas, ¡Es mi amante! Y se irá hasta que yo quiera. Tú no eres nadie para darme órdenes.

La voz de Elena, era agria y cargada de burlona ironía, lo que molestó más a la amazona, que sentía que la barbilla le temblaba de la ira que invadía todo su cuerpo, incluso estuvo a punto de cruzarle el rostro con la fusta que llevaba en la diestra y con la que entrenaba a sus caballos.

—Pues fíjate que si es una orden y vas a obedecerla. Te espero en cinco minutos en la biblioteca si no vienes en ese tiempo, regresaré por ti y te juro que no tendré tanta paciencia como la estoy teniendo ahorita —dijo sin titubear, y sin esperar respuesta dio media vuelta para salir de la habitación dando un fuerte portazo con todo el coraje contenido.

Caminó hasta su recámara temblando de furia. Estaba segura que su prima no acudiría a la cita en el plazo que le diera, por lo que esperarla sería perder el tiempo, así que mientras tanto haría algunas cosas.

Una vez que entró en su alcoba, se quitó la ropa casi con violencia. Se sentía asqueada por lo que había presenciado minutos antes.

Estaba sudorosa, ya que estuvo entrenando sobre su caballo por más de dos horas, más no era el sudor lo que le causaba esa sensa­ción de incomodidad que experimentaba, esa suciedad que sentía en su piel.

Era la descarada y vulgar actitud de Elena, su prima hermana. Encontrarla en su habitación de aquella impúdica manera resulto degradante para ambas. No podía concebir que una mujer que se respetara a sí misma, pudiera comportarse en forma tan descarada y obscena.

Era inaudito que a su edad y con su educación, Elena pudiera hacer ese tipo de cosas, y sobre todo ¡En su propia casa! Definitivamente ya no respetaba nada.

Sabía que, hasta las golfas profesionales, se esconden y cubren su oficio con un nombre falso, tienen vergüenza y pudor de que se descubra lo que hacen.

Su prima, no ocultaba su liberal forma de ser, era peor.

Terminó de desnudarse y se acercó al espejo que tenía en una de las paredes, podía observarse por todos los ángulos, ya que la luna tenía dos hojas que se abrían a los lados, rodeándola y permitiéndole ver detalladamente su anatomía.

Nunca había dudado ni por un minuto de su atractivo físico y viéndose ahora, lo comprobaba una vez más, lucía sensualmente hermosa

A sus veinticinco años, se veía plena y natural, bella de los pies a la cabeza y llena de una inocente sensualidad natural.

Sus senos, firmes, redondos, rotundos. Su cintura estrecha y bien deli­neada, resaltaba sus caderas anchas, firmes, carnosas. Sus piernas raya­ban en la perfección, torneadas y esbeltas. Todo su cuerpo en con­junto, daba claras muestras del constante ejercicio a que se some­tía con esmero y disciplina.

Sus facciones eran bellas y delicadas. Y no obstante que sus rasgos eran tiernos y dulces, no podían ocultar la firmeza de su carácter fuerte y determinado.

Tenía los ojos eran grandes y de color miel, ellos delataban sus emociones con claridad. Su boca, pequeña de labios carnosos y bien dibujados, constituían una clara provocación al beso pasional.

Toda esa belleza resaltaba aún más, bajo el adecuado marco que su leonada cabellera de cabellos castaños y ondulados, le propor­cionaba. En conjunto, resultaba divinamente hermosa.

No obstante, aún no había conocido el amor romántico, ese del que hablaban las novelas. tenía mucho miedo de sufrir una decepción más que la dañara y lastimara sus sentimientos más profundos. Pensaba que era cierto aquello que se decía sobre ese sentimiento: “el amor, es dolor”.

Sobre todo, desconfiaba de todos los que se le acer­caban, pensando que, no era a la mujer a la que pretendían conquis­tar, sino, a la inmensa fortuna que heredara de sus padres, aunada a la fama que tenía en diversos círculos.

Fueron muchos los que habían tratado de seducirla en los últi­mos años. Algunos varoniles, guapos y distinguidos. Otros menos atractivos. No faltaron los que contaban con su propia fortu­na personal, y por supuesto, los que a base de engaños y mentiras trataban de aparentar una opulencia económica que ya no tenían y no aceptaban el desprestigio social.

Más ninguno había tenido éxito en sus pretensiones, aunque la colmaron de regalos y atenciones. En todos, siempre vio el interés que tenían, más por lo que representaba que por ella misma.

Nunca supo si alguno de ellos llegó a amarla como mujer, o a sentir cariño por su persona, ni le interesaba saberlo, lo que había visto y vivido la tenían asustada.

Ni uno solo de ellos logró inquietarla como mujer, ni uno solo logró comprenderla en su sentir. En su mente fría y calculadora, analizaba que, si alguno la hubiera amado real­mente, no habría desmayado hasta conseguirla.

Tal vez esa falta de experiencia en el amor y sobre todo en las aventuras ocasionales, motivadas por la pasión, eran lo que no le permitía comprender, la actitud descarada y vulgar de su prima, la cual, siempre andaba persiguiendo a los hombres, ofreciéndoseles o coqueteándoles descaradamente, sin importarles si eran libres o casados, simplemente obtenía lo que quería y ya.

Por eso se indignaba, enfureciéndose por lo que consideraba humillante para una mujer, ya que no concebía que una mujer que se respetara pudiera llegar a tales extremos, por mucho que se amara a un hombre, siem­pre había que saber mantener el pudor y el recato.

Y Elena, a pesar de su edad no tenía ni uno, ni lo otro, mucho menos la madurez mental para ser discreta con sus aventuras. Bien podía vivir las aventuras sexuales que quisiera si lo hacía con discreción, evitando dar paso a las murmuraciones, pero no, tal parecía que a su prima le gustaba que todo el mundo supiera con quién estaba viviendo una aventura.

Dejó de cavilar sobre el tema y decidida se encamino al cuarto de baño. Con exactitud fue templando el vital líquido. La tibieza que recorrió toda su piel la fue relajando.

De un rápido movimiento, cerró el grifo del agua caliente, soportando el helado fluido sobre su ser por unos segundos, sin moverse, cimbrándose, despejándose.

Volvió a templarla y después cerró la llave del agua fría, el líquido se fue calentando tanto, que su piel se enrojeció notablemente, volvió a templarla, a en­friarla, templarla, calentarla.

Repitió la operación hasta que se sintió completamente repues­ta, aquella forma de bañarse, yendo de un extremo al otro con el agua, era una costumbre que había adquirido, para prepararse antes de la presentación de alguna competencia hípica o para asis­tir a alguna junta de negocios.

Con el cuerpo chorreante de agua, salió de la regadera y con una nívea y afelpada toalla, se secó, tallando y masajeando su piel con esmero y fuerza.

Se sentó frente al tocador de su recámara y comenzó a aplicarse crema hidratante en toda la piel, con esmero y cuidado, tal y como lo hacía siempre, sin prisa alguna.

Unos minutos después, se contempló en el espejo por última vez, ya había terminado de arreglarse y ahora ya se encontraba lista para la confrontación con su prima.

De antemano sabía que no sería nada fácil, por el contrario, lo más seguro era que terminarían discutiendo como de costumbre, pero aho­ra si estaba decidida a ser contundente.

Debía ser inflexible y determinante, tal y como acostumbraba a serlo en los negocios, tal como lo había sido siempre, sin importarle otra cosa que dejar en claro la situación para el bien de todos.

Sí, ahora no podía dar un paso atrás, tenía que presionar a su prima de tal manera que a Elena no le quedará otro remedio que aceptar sus condiciones o mar­charse de aquella casa que hasta el momento le había servido como hogar, ese hogar que el destino le arrebatará.

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