Olympo en Penumbra
Olympo en Penumbra
Por: B.G. Sebastian
Preludio

Las mesas redondas cubiertas con primorosos manteles blancos se extendían a lo largo del restaurante, por donde cruzaban camareros ataviados con bandejas relucientes hartas de comida y litos impecables, procurando no rozar a los comensales que estaban inmersos en sus asuntos sin darse por enterados que los empleados a su servicio los superaban en número, mientras los alimentos cocinados con esmero y servidos al detalle, que debían ser los protagonistas del almuerzo, estaban relegados a un desdichado último lugar donde nadie, más que los chefs tras bambalinas, les prestaban atención, sin importar que sus ingredientes provinieran de todo el mundo y estuviesen más que listos para complacer paladares quisquillosos y reacios.

Los comensales no eran demasiados, a duras penas rebasaban la decena, y a primera vista parecían no ameritar el revuelo de tantos empleados ni tampoco el poco esfuerzo de los rayos del sol que alumbraban perezosos aquella tarde común y corriente de finales de enero provenientes del horizonte, desde atrás de las montañas nevadas, los árboles tristes y las nubes negras que empezaban a aglomerarse insípidamente sobre el lugar. Los candelabros que colgaban airosos del techo, decorado con pinturas al fresco que representaban escenas de la Grecia clásica, yacían encendidos tanto como el sol, como la decisión última de alguien por intentar llevar algo más de luz al decrépito restaurante.

El almuerzo avanzó aletargado y penumbroso además de silencioso, con tan solo la interrupción momentánea de los cubiertos al golpear la vajilla y el vino al llenar las copas. Ciertas veces, el aparente desdén de unos y otros también se interrumpía cuando los ojos de las personas se encontraban y, en un juego de poderes, se sostenían la mirada para comprobar quién era lo suficientemente orgulloso de sí mismo para no dejarse intimidar por los demás.

Minutos antes de que la primera persona se levantara de su silla para dejar el lugar, el verdadero protagonista del momento se reveló y desterró abruptamente a todo lo que osaba quedarse con su lugar. Sobre los camareros y sus bandejas, el triste sol, la comida exquisita, los ruidillos del choque de la vajilla y las miradas tímidas y omnipotentes, se alzó el ego de los comensales con su merecido premio al protagonista. El restaurante ya no era un lugar donde se servía comida y bebida a gusto, en cambio, era el campo de una batalla de egos silenciosa y recatada, pero no por ello menos fiera y agotadora que las batallas de espadas, metralletas e incluso de palabras.

Todos estaban agotados de demostrar la mejor versión de sí mismos. Habían intentado por cerca de una hora comer con el cubierto correcto, no hablar con la boca llena, sentarse elegantemente, dar los bocados más pequeños, no sorber, pero sin duda alguna habían gastado mucha más energía en observar que los demás llevaran a cabo todo con finura y recato, más que preparados para juzgar el mínimo error.

Los tonos de piel de las personas eran tan distintos como los colores del arcoíris y daban cuenta de la diversidad cultural que allí se encontraba, pero para los más observadores, también algo distinto se revelaba ante los ojos como una clara epifanía implícita pero no oculta de la batalla de egos. No importaba la forma de los ojos, la altura del cuerpo, el idioma que se hablara, el color del cabello o de dónde se proviniera, todos tenían algo en común: la necesidad de sobresalir, un deseo imperante por demostrarse mejor ante los otros, más elegante, más bello, más exótico, más humilde, más caritativo, más desinteresado, más cordial, más cualquier cosa que los demás.

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