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De pronto, en algún lugar de mi cerebro se enciende una radio pirata y se sintoniza la emisora de rock. Una vieja canción de Talking Heads: Psycho killer empieza a amenizar mi perturbador plan. Lentamente, como quien no quiere la cosa, levanto mi patético trasero y empiezo a balancearme al ritmo de la música, tarareando y chasqueando los dedos dispuesta a iniciar el motín.

Oigo la voz de David Byrne: “No puedo hacerle frente a los hechos... estoy tenso y nervioso y no me puedo relajar”.

  • “Pues vas a tener que relajarte, cariño —me ordena la voz—. ¡Ahora ve!”

Sin previo aviso, arrojo la mesita frente a mí y las piezas de ajedrez saltan en todas direcciones, en un estallido como de película. Inmediatamente, un alarido estridente retumba en el salón. Al alarido sigue un llanto quejumbroso y después, un clamor espantoso. Varios pacientes se unen a la gritería, al horror, otros corren despavoridos o se suben en las mesitas tirando los juegos de mesa. Tammy se sobresalta y da un grito cuando le arrebato su osito de peluche y lo arrojo lejos, en dirección opuesta a la puerta.

Continúa Byrne: “No me toques... soy un verdadero cable vivo”.

En muy poco tiempo estalla una algarabía de chillidos y lamentos en la que participan casi todos los pacientes y que alerta al personal. Salto y corro agitadamente, tirando mesas y sillas al suelo. Las enfermeras son insuficientes para calmar a los pacientes: “¡Corran, corran, ya vienen los seres cósmicos!” grito saltando con muchísimo ruido, sembrando el pánico entre los pacientes: “¡Convulsiona, convulsiona!” se escucha antes de que pueda levantarme del suelo y deslizarme hacia la puerta donde cuatro locos se me vienen encima pegando gritos estridentes y amenazantes, pero no a mí, sino al guardia asediado cerca de un ventanal.

El salón se desmorona por todas partes.

Dos de los guardias más corpulentos han llegado.

Sigue la música en mi cabeza: “Estás hablando mucho, pero no dices nada... mis labios permanecen cerrados”.

Caos va y caos viene. Los guardias han dejado la puerta abierta. Algunos pacientes, en la cumbre de la excitación, se arrojan frenéticamente sobre ellos y éstos intentan esquivar los puñetazos y los bastonazos. Esquivo también una patada furiosa proveniente de una paciente que gesticula grotescamente en el suelo mientras se revuelca haciendo gestos obscenos. Se la han atinado a Louis, el guardia más corpulento y de rostro feroz. ¡Es demencial!

“¡Lo que hice aquella noche! —grita Byrne—. Lo que ella dijo aquella noche, alentando mi esperanza... ¡Voy de cabeza a la gloria!”.

Pero esto sigue y sigue, y no hay quien pare este maldito asunto. Una enfermera gorda es arrollada por la silla de ruedas de la señora Pierce, quien es conducida por un furibundo paciente. Pasan rápidamente frente a mí y como en una carrera de obstáculos, se me presenta un guardia de seguridad que lleva colgado un paciente a la espalda cual mona madre transportando a su cría. Sonrió divertida.

La puerta está cerca. Está abierta.

“Somos tan vagos, tan ciegos... —canta Byrne— odio a la gente cuando no es amable”.

Rápidamente me deslizo entre las puertas que conducen a la recepción, pero no lo notan. Están demasiado ocupados intentando apagar el fuego.

El salón ya es un infierno.

—“¡Rápido! Toma el papel y el lápiz y ocúltalos donde no te da el sol” —dice la voz.

Lo hago con suficiente rapidez y quedan bien ocultos en mi ropa interior. Nuevamente ingreso al salón y el espectáculo que ven mis ojos es digno de la batalla final de Corazón valiente: un festín de espadas y lanzas, sangre y vísceras, lágrimas y gritos. Los contemplo: “¿Que haréis cuando os quiten la libertad?” digo en ademán solemne y recuerdo que debo ir a mi habitación.

“Mejor corre, corre, corre, corre, corre lejos...” entona Byrne.

Corro desesperada entre las ruinas: ¡Soy invisible, soy invisible! Y aunque tengo la sensación de que mis movimientos se están haciendo un poco lentos, me adentro en el pasillo que divide el pabellón contiguo al salón y me dirijo al bloque de la izquierda donde se encuentran las habitaciones individuales. Ingreso a la mía: una celda minúscula y alargada poco iluminada y sin ventanas, con paredes blancas y descascaradas, sin más que una cama y un closet.

—“¡Date prisa, escribe antes de que las drogas hagan efecto!”

La música se desvanece y empiezo a sentir el efecto de las drogas. Solo cuento con una peligrosa cantidad de tiempo para escribirle estas palabras a la Carena del futuro, las últimas palabras de mi mundo real, la última oportunidad para salvar mi alma. Como una criminal, me instalo a un costado de la cama donde no pueden verme desde la puerta y contemplo estúpidamente el papel al ritmo de los latidos acelerados de mi corazón. Me doy cuenta que además de haber perdido la cordura, he perdido la capacidad de escribir. Ahora comprendo que no solo necesitaba la osadía para hacer esto, ¡sino la astucia de un loco!

Pero ¿acaso no estoy loca?

—¡No puedo hacerlo! ¡No puedo escribir! —grito impotente frente al lápiz y el papel.

—“No te des por vencida tan fácil, Carena —dice la voz—. Llegaste hasta aquí. ¡Afuera esta en llamas! ¡Rápido, ya vienen! ¡Concéntrate!”

El alboroto en el salón se escucha como a diez años luz. Empiezo a sentirme desorientada y mis manos se disuelven en una densa bruma negra. ¿Cuántos lápices hay en mi mano, demonios? De súbito, una ráfaga de viento azota la puerta contra el marco, cerrándola de golpe y el estruendo me sobresalta. La miro fugazmente: ¡Contrólate, maldita sea, contrólate! Entonces, temblando, paso la lengua por mis labios resecos y empiezo a escribir muy rápido, entre enmiendas y borrones, como impulsada por algo parecido al terror.

Carena, debes recordar una vez que esto termine y te hayan convertido en una persona “normal”. El libro, el dinero y el arma están escondidos en la roca del bosque de pinos. Tienes que recuperarlos y deshacerte de ellos. Tienes que buscar a John. Tú amas a John. El culto secreto existe. No le hables a papá sobre esto. Cuídate de La Agencia, te están observando.

P.D. Mata al maldito Dave. Ni te imaginas lo que ese hijo de puta le ha hecho a tu cuerpo desde que llegaste aquí.

“¡Rápido, están cerca!” grita la voz. Con manos nerviosas, hago un delgado cilindro con el papel y lo introduzco en una ranura de la maleta que contiene lo poco que sobró de mi vida. Mis ojos angustiados no se apartan de la puerta. Mi capacidad para discernir entre el mundo real e irreal empieza a desaparecer. Los mareos, la somnolencia, las extrañas visiones, el eco de pasos en el pasillo. ¡Ya vienen! ¡Ya vienen! Y allí está Dave, de nuevo. Un enfermero degenerado de tez pálida y acuerpado, quien se ha deleitado a su antojo con mi cuerpo justo cuando las drogas surten efecto. Piensa que no lo sé, pero he estado consciente tantas veces. En seguida, una sensación de incomodidad e incluso miedo me invade, aunque una emoción de odio subyacente, alienta el deseo de arrojarme sobre él y partirle la ridícula cara.

—“Deja que lo haga, no opongas resistencia —dice la voz—. Da igual. ¡Ya lo logramos!”

—¡Con que aquí estás, Carena! Tú provocaste el desastre allá afuera —increpa Dave parsimoniosamente—. ¿Tienes idea del trabajo que implica calmarlos a todos?

No digo nada. Me limito a observarlo sin parpadear.

—Te has portado muy mal, pero yo me encargaré de darte tu escarmiento... —Y me estudia pensativamente al tiempo que desabrocha su pantalón—. Mañana empiezas tu tratamiento y entrarás de nuevo en el mundo de los “cuerdos”. Te extrañaré tanto, preciosa, pero no me conviene que lo recuerdes...

Los mareos y la somnolencia avanzan, avanzan, tan inexorablemente como un tornado que arrasa con todo. Me dejo ir entre las mugrosas manos de Dave en tanto un sueño profundo empieza a vencerme. El tornado se acerca y se acerca. Al otro lado del mundo real está John. Cierro los ojos y veo su imagen de súbito encanto como escondida, como cuando se sienta en la cama y revisa sus libros sobre el suelo, con el rostro velado por el cabello, su sonrisa apenas visible. Mi amado John, el hombre que alienta mis deseos más desmedidos y obsesivos. A John lo capturaron, a todos en realidad. Quisiera no evocar aquella escena fatal en una tarde de invierno cuando aún era mío, no en la desdichada situación en la que ahora me encuentro, pero hay cosas con las que definitivamente es mejor no arriesgarse.

Con La Agencia, por ejemplo.

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