CAPITULO 1

ANTONIO

3 meses después…

—Vitto, ¿has hecho lo que te he pedido? —pregunté, mientras revisaba unos documentos.

—Aun no, Antonio.

—¿Y qué esperas?

—Creo que es demasiado inapropiado… Bianca no lo soportará.

—¿Entonces te parece bien que se case con ese hombre? Creí que la considerabas tu amiga.

—Y lo hago —suspiró—. Pero me cuesta escoger entre ese hombre y tú.

—¿Cómo dices? —dejé de lado los papeles y lo increpé.

—¡Qué no sé si es mejor dejar que siga con sus planes con Leonardo o que te salgas con la tuya por una apuesta!

—¿Prefieres que se case con ese imbécil y que viva una vida de mentiras?

Vitto bufó y se tomó del puente de la nariz.

Desde que pacté aquella apuesta con Lucca, había ordenado que averiguaran todo sobre Bianca y su círculo. Dio la bendita casualidad que su prometido le era infiel.

Decidí no revelar de inmediato el asunto, pero en vista que se acercaba la fecha de caducidad de la apuesta y el hombre seguía engañándola, me pareció oportuno revelarlo en este momento.

 —¿Por qué debe ser ella? —me vio con frustración.

—No fui yo quien la escogió.

—¿Por qué no te opusiste? Debiste haberte negado o escoger otra chica.

—Porque no me desagradó la idea, Vitto —dije la verdad.

—¿Ahora me dirás que Bianca te gusta de verdad! No lo puedo creer…

—No me interesa si me crees, pero sí. La señorita Lombardo me gusta y te prometo que seré bueno con ella. Ahora ve y sigue con el plan.

—Estará destrozada…

—Y yo la consolaré —me crucé de brazos—. ¿Acaso te gusta? Nunca he visto que defendieras tanto a alguien, incluso poniendo en riesgo tu puesto de trabajo.

—La considero una hermana, Antonio. Deja de decir estupideces.

—Entonces has lo que te ordené y deja de fastidiar.

—Como digas… —masculló al fin y se marchó.

BIANCA

El teléfono de mi escritorio comenzó a repicar y respondí. Era una voz desconocida que me pedía urgente regresara a mi piso pro una emergencia doméstica. Se me cruzó lo peor por la mente y sin siquiera pedir permiso, tomé mi bolso y me marché.

Al llegar frente al edificio donde vivía, pagué el taxi a toda prisa y corrí escaleras arriba hasta el piso que compartía con Lucía, mi prima.

El elevador estaba ocupado y no deseaba esperar, por lo que no me detuve en subir cada escalón. Mientras me iba acercando al piso número cuatro, llegó la música del último álbum de Coldplay, que Leonardo me había regalado, a todo volumen. Abrí la puerta y solo me encontré con un par de zapatos en medio del salón.

—¿Lucía? —la llamé pero no respondió.

Fui hasta el pasillo y noté que la puerta de mi habitación estaba entreabierta, así que caminé hasta allí, tomé el pomo y la terminé de abrir.

Entonces fue cuando vi a la pareja semidesnuda que retozaba en la cama deshecha.

—¿Bianca? —exclamó Lucía, incorporándose con los ojos llenos de horror—. Qué… ¿qué haces aquí?

—Lo siento, yo… —cuando iba a disculparme y salir de allí, noté que el sujeto que la acompañaba intentaba esconder el rostro. Su pelo era inconfundible por lo que me acerqué para corroborar si eran ciertas mis sospechas y me quedé helada, con la sensación de recibir un puñetazo en el estómago mientras mi corazón dejaba de latir.

—¡Oh, Cielos! —dije descompuesta mientras Leonardo, mi prometido, se ponía de pie y buscaba desesperado sus pantalones.

—Bianca, cariño, por favor perdóname, esto fue un error…

—¿Crees que soy tan estúpida como para perdonarte?

—¡Fue Lucía quien me provocó hasta el cansancio; ella me ha metido en esto deliberadamente!

—¡Es en serio, Leonardo! —siseó Lucía con cierta decepción—. No te puse una pistola en la nuca para obligarte a meterte entre mis piernas.

—No... es mentira, Bianca… ella… —se interrumpió cuando se encontró con mi mirada de dolor.

Negué con la cabeza y él caminó hasta mí con la intención de abrazarme.

 —Esto no ha pasado nunca antes, Bianca. ¡Te lo juro! Solo dame una oportunidad para explicarte.

Las lágrimas comenzaron a brotar de mis ojos y antes de hacer mayor ridículo delante de esos dos traidores, di media vuelta y salí corriendo de allí.

Casi se caí en los últimos escalones porque mi vista se había empañado por completo y había perdido la noción de las cosas. Las frenéticas llamadas de Leonardo llegaban desde arriba. Sin embrago, no me detuve y una vez abajo, me apoyé en una pared y traté de tranquilizar mi errática respiración.

Lucía y Leonardo... ¡Por Dios! ¡Eran Lucía, mi prima y Leonardo, mi prometido!

Las piernas me temblaban mientras mis ojos dieron con el anillo de compromiso que llevaba en el dedo. De inmediato, se me revolvió el estómago.

Faltaban tres meses para mi boda, ¡tres meses! No podía creer que hubiera encontrado en mi propia cama a mi prima con mi prometido.

Era como si, de repente, el mundo se hubiera puesto cabeza abajo y yo estuviera cayendo libremente, sin que no hubiera nada en el suelo que pudiera amortiguar mi caída. Estaba tan afectada que no podía ni pensar, pero entonces recordé algunas conversaciones del pasado reciente.

«Hace unos años, si yo hubiera querido, Leonardo habría venido corriendo a postrarse a mis pies. Realmente estaba loco por mí»…

Eso había dicho Lucía alguna vez… y yo ni siquiera había leído aquellas señales. Solo lo tomé como como un comentario trivial.

¡Estúpida!

Negué con la cabeza y me sequé las lágrimas. Una vez fuera del edificio, caminé sin pensar hasta que me detuve delante de una vidriera de una tienda. Miré mi reflejo y sonreí con ironía: era una chica menuda, con el cabello oscuro y que llevaba un traje dos tallas más grandes cubierto por una chaqueta azul. No era competencia para una pelirroja alta que trabajaba de modelo y se codeaba siempre con hombres imponentes.

En ese instante sentí como si me estuviera muriendo y no supe qué hacer o a dónde ir.

Un autobús se acercó a la parada que había a algunos metros y no dudé en subir. Todos volteaban a verme, seguramente porque tenía un mal aspecto; tanto o peor de  cómo me sentía por dentro.

Mientras el autobús se desplazaba, rememoré las palabras de Leonardo cuando le dije que Lucía sería mi dama de honor.

«¿Tiene que ser ella tu dama de honor? Sabes que no la soporto»

Sonreí como tonta. ¡Cómo fui tan ciega!

El autobús se detuvo y mis ojos dieron con la fachada de De Santi Industries, así que bajé de prisa e ingresé al impresionante edificio que se erigía en Roma como sede central de la empresa.

Crucé la puerta giratoria y perdida en mis pensamientos, ni siquiera oí lo que me había dicho la recepcionista. Solo asentí y fui directo al elevador para regresar a mi puesto.  Al llegar a mi escritorio, que se encontraba junto con el Vitto Parisi, mi amigo y mano derecha del señor De Santi, solo tomé asiento y fijé mi vista en la pared blanca de aquel espacio.

Su escritorio estaba vacío y supuse que regresó al hospital ya su esposa había dado a luz la noche anterior. El teléfono comenzó a sonar furiosamente, así que reaccioné, suspiré hondo y respondí la llamada.

—Soy Valentina Rivelli; pásame con Antonio —exigió una voz femenina.

—El señor de Santi se encuentra en una junta. ¿Desea dejarle un mensaje?

—Me está evitando, ¿no?

Como secretaria del señor De Santi, llevaba mintiéndoles a sus mujeres desde que ingresé a trabajar en la empresa.

Antonio De Santi era muy poco accesible durante las horas de trabajo y, cuando una de sus amantes era tachada de la lista de chicas con las que salía regularmente, nunca más volvía a estar disponible. Lo de mentir era parte de mi trabajo, por mucho que me fastidiara.

—Acabo de recibir un costoso collar de su parte… tiene a otra, ¿no? El collar es una especie de disculpa por terminarme, ¿cierto?

Suspiré exasperada y mi lengua comenzó a moverse sin pensar.

—Estará mejor sin él, señorita Rivelli. Solo está desperdiciando su tiempo y juventud con un tipo mujeriego que jamás la tomará en serio ni le pedirá matrimonio.

Un silencio incrédulo se produjo al otro lado de la línea.

Negué internamente y solo colgué. No me sentía bien, estaba temblando como una hoja.

Cielo Santo, ¿cómo pude haberle dicho eso?

Me levanté, sintiéndome mal de nuevo. Una fuerte náusea me invadió y corrí al tocador  para devolver el escaso desayuno que había tomado.

Regresé a mi puesto, todavía temblando como un flan, no me sentía mejor. El teléfono estaba sonando de nuevo, pero no respondí la llamada. Sin embargo, me acerqué al escritorio de Vitto y tomé la botella de brandy que tenía siempre en el cajón inferior.

Me sirvió una buena cantidad en una taza y la bebí despacio. Tal vez eso me asentara el estómago y calmara el shock que estaba atravesando.

 No podía dejar de pensar en la traición de la que fui víctima y deseé darme de cabezazos con las paredes por estúpida.

Estaba a punto de enloquecer.

Hecha furia, me quité el anillo del dedo, lo tiró en uno de los cajones de mi escritorio y lo cerré de golpe.

El teléfono volvió a sonar y esta vez, contesté.

Desafortunadamente era mi tía, la madre de Lucía, quien llamaba a preguntar mi opinión por algunos detalles del banquete de bodas.

Luego de oír todo lo que quería decir,  respiré profundamente y dije:

—Lo siento, pero ya no va a haber boda. Leo y yo hemos roto.

Oírme a mí misma decir aquello, resultaba tan irreal que parecía una broma del peor gusto.

—¿De qué me estás hablando? —Dijo sin comprender, la mujer con la que me había criado luego de la muerte de mis padres en un accidente.

—¡Que Leonardo y yo hemos roto! Lo siento mucho, pero hemos decidido que no nos podemos casar, tía Gloria.

—Si han tenido alguna discusión tonta te sugiero que lo arregles. ¡Almorzamos ayer todos juntos y no pasaba nada! ¿Qué sucede, Bianca? ¿Qué hiciste?

—Tía, Leonardo cambió de opinión y creo que tiene razón. Lo siento, pero no me casaré con él.

Sin esperar a que me respondiera, solo colgué mientras el cuerpo se me estremecía.

Después de todo, era la madre de Lucía y no podía decirle la verdad porque no me creería y tampoco quería lastimarla. Era más fácil hacerle creer que habíamos cambiado de opinión.

En ese instante se le hizo un gran nudo en la garganta al pensar que tal vez, Leonardo en realidad a quien quería era a Lucía…

Ella siempre había sido todo lo que yo nunca sería.

De repente, con una violencia que me sorprendió a mí misma, odié todo de mí: mi cuerpo, mi personalidad, mi forma de vestir. Era aburrida y sosa en comparación con cualquier otra mujer de mi edad; chapada a la antigua, una ignorante en cuestiones de sexo, ansiosa por dejar de trabajar y volverme ama de casa y madre de familia; y todo eso con apenas veintitrés años.

«Debería haber nacido un siglo antes», pensé suspirando cuando de reojo vi que la puerta del despacho de mi jefe estaba abierta.

Levanté lentamente la cabeza y me inundó el pánico, de forma que mis ojos color verde, se abrieron mucho. Y no era para menos, Antonio De Santi estaba allí de pie, tan en silencio como un depredador al acecho, viéndome fijamente.

De pronto, los dos teléfonos de mi escritorio comenzaron a sonar y no pude contestar. Me había quedado paralizada ante su imponente presencia.

¿Pero qué hacía aquí todavía?

Debería estar tomando un vuelo con destino a Londres.

—¿Una pausa para el café? —preguntó él con una voz curiosamente tranquila.

Los teléfonos dejaron de sonar de repente, dejándonos en medio de un silencio repentino y profundo.

Lo miré atontada.

Era un hombre imponente de metro noventa de estatura. Emanaba una masculinidad que era evidente a cada paso que daba. Era demasiado guapo, con una exótica belleza que evidenciaba al clásico hombre italiano de la antigüedad: cabello negro, un perfil moreno y rasgos duros con ojos brillantes pardos inmutables.

Era un sujeto sexualmente devastador, con una presencia física turbadora que pocos hombres podían igualar.

Aun así, odiaba estar cerca de él y detestaba la forma en que la me miraba desde la vez que me hizo probar un tonto uniforme.

Si no hubiera necesitado tanto el dinero de mi sueldo para pagar el enganche de la casa en la que me mudaría luego de casarme, habría sacrificado el excelente salario que me ofreció Vitto y me habría largado a cualquier otra parte después de una semana de estar expuesta a los comentarios mordaces de Antonio De Santi.

Era improbable que un hombre como él se fijara en una sencilla mujer como yo, por lo que me hacía sentir tremendamente incómoda e incluso ridícula con sus palabras fuera de lugar. Sabía que solo se burlaba de mí.

—Termine su café —dijo él, al tiempo que tomaba de la mesa la taza con el brandy y me la ofrecía.

¿Es qué no lo olía? ¿No se daba cuenta de que aquello no era un café? Evidentemente, no.

Extendí la mano, tomé la taza y bebí todo el contenido de un solo trago.

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