La fantasmagoría de los libros

Pablo García trabajaba en un café como mesero, su horario y el pago era gratificante, es demás decir que con su carácter carismático y risueño hizo amistades con algunos visitantes frecuentes. Brillaba de alegría transmitiendo buenas vibras, sin embargo, durante varias semanas empezó a experimentar el sin sentido de la vida, a tal punto de sumergirse en una depresión que le afectó en el trabajo. Se volvió despistado, olvidaba las órdenes de los clientes, y confundía las bebidas de cada mesa. Debido a eso, el supervisor decidió enviarlo a descansar.

            Amelia, su compañera de trabajo, le recomendó a Pablo que visitara el psiquiatra que la atendía por sus problemas de ansiedad. Como no tenía otra alternativa, hizo una cita con el famoso psiquiatra. Llegó al consultorio, y esperó algunos minutos retrasados de la hora establecida según la secretaria que había arreglado la cita. La mujer le dijo que el doctor estaba con un paciente y pronto saldría, y así fue, el paciente salió del consultorio, y el doctor dijo: «Pablo García».

            Durante la entrevista previa, Pablo fue directo y le aclaró el problema de su disgusto por la realidad, esto le dificultaba su existencia, es decir, quería disfrutar de la vida, pero no sentía que algo en él habitara de manera armónica. El doctor le preguntó si le gustaba veía televisión, Pablo contestó que sí, y en exceso, le dijo que podía ver programas y series hasta altas horas de la noche. El doctor anotaba en su cuaderno y luego de escucharlo le diagnosticó depresión leve, añadió que podía mejorar con algo la lectura terapéutica. Le recomendó leer cualquier tipo de libro y, por supuesto, dejar de ver televisión por un rato hasta observar mejoras en el transcurso de las sesiones.

            Pablo fue a una librería, recorrió todos los estantes y uno de los vendedores se le acercó para preguntarle si buscaba algún libro en particular. Pablo contestó que quería algo espectacular, un libro que pudiera hacerle imaginar hazañas y aventuras asombrosas. El vendedor se movió entre los estantes, después de unos minutos, volvió y le mostró a Pablo los distintos libros con portadas fantásticas, de colores lisérgicos, parecían lecturas prometedoras. Pablo tomó los libros, vio los precios, y como tenía algunos ahorros, fue a la caja y pagó por ellos.

            Al llegar a su casa, tiró la bolsa con los libros en la cama, estaba a punto de ver televisión, sin embargo, recordó las indicaciones del psiquiatra y lo apagó. En seguida se acostó en la cama, y revisó los títulos de cada libro «Antología de cuentos latinoamericanos», «Narraciones extraordinarias de Edgar A. Poe», «Cuentos de Kafka», «Historia universal de la infamia».

            Se propuso leer varias páginas de Poe, sumergido en el cuento de El gato negro, pronto su imaginación recreó las imágenes terroríficas de la narración, por primera vez disfrutaba algo que no fueran la televisión. Fueron tantas emociones que al anochecer tuvo miedo que apareciera el gato negro, y trató de calmarse, hasta que se durmió. Al día siguiente arremetió con la lectura de Borges, cada historia lo mandaba a buscar palabras en el diccionario. Además, se dio cuenta que habían demasiados nombres extraños, y buscó en su ordenador las historias de esas personas que aparecían en el texto. De tanta euforia terminó de leer las cuatro obras en una semana, se volvió un devorador de libros.

            Llegó el día de la cita con el doctor, Pablo mencionaba los términos y categorías que había aprendido, y las historias de cada autor que parecían estar escritas por genios. El psiquiatra prestaba atención, y le preguntó su opinión de cada autor. Pablo con la frente en alto dijo que Borges era excepcional, y al igual que Poe, sufría de un pesimismo ancestral por la vida, llegando a asquearse por cualquier banalidad, en cuanto a Kafka, sugirió que debían leerse sus obras con demasiada hambre, es decir, con hambre de justicia por la pena que significa estar vivo.

            El psiquiatra cambió su mirada, y anotó en su cuaderno «psicópata». Pablo se dio cuenta en ese preciso momento que se había encontrado con los temores de la humanidad en la lectura de ficción. Por supuesto que el psiquiatra no tuvo más opción que recetarle antidepresivos. Pablo le contestó al doctor que no necesitaba medicina, y que renunciaría a su trabajo, no solo a eso, sino a la vida entera, porque todo era una desgracia. El psiquiatra suspiró y solicitó una ambulancia del Centro Psiquiátrico para que encerraran al joven en un cuarto de seguridad hasta que mostrara mejoría.

            Habían transcurrido meses, y Pablo no tuvo acceso a lecturas, incluso sus familiares tenían prohibido visitarlo porque el psiquiatra lo consideraba un sujeto nocivo para la sociedad debido a sus pensamientos desviados. Cada vez recibía una dosis de píldoras que aniquilaban sus pasiones. Su rostro perturbado por las ideas que revoloteaban en su mente era mayor, y pensaba que su realidad como un interno más en el Centro Psiquiátrico mostraba la incongruencia de los cuerdos y los locos. Los cuerdos, amantes de la vida, y los locos, férreos detractores de la supervivencia humana. Pablo ya se había despedido de la humanidad, y sabía que no hay esperanzas para las penosas hazañas humanas, retirado en un cuarto de aislamiento, se quedó con la mirada al vacío. A veces los enfermeros lo sacaban a pasear en silla de ruedas, pero era demasiado tarde, Pablo había apagado su mente. 

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