El Efecto Parusía
El Efecto Parusía
Por: jimealexanderescritor
Prólogo

Nueva York, a la medianoche.

Como era su costumbre, Thomas Robertson se mantenía despierto mucho más allá de la medianoche, luego de haber encabezado el acostumbrado sacrifico semanal. Sentado de frente a la ventana tras su escritorio, parecía pensativo, y su semblante como siempre era sombrío. Tenía ya alrededor de diez años encabezando a la secta satánica «Hermanos del Averno», y la cantidad de seguidores que había «cosechado» a través de todos esos años ya superaban los mil, sólo en la ciudad de Nueva York. En todos esos años de actividad nunca había sentido mayor preocupación que la de agradar a su «Señor de las Tinieblas», como le decía a Satanás, procurando con sus sacrificios, actividades de iniciación y devoción, ganar sus favores y complacencia. Pero ahora una sombra de preocupación le quitaba el sueño: un científico había logrado clonar a Jesús de Nazaret por encargo de «La Segunda Venida», lo que significaba una amenaza directa para su grupo y la pérdida de su esfuerzo a lo largo de los años. A pesar de ser una creación del hombre, no podía arriesgarse a que aquella persona emule lo que su antecesora hizo hace más de dos mil años, y mucho menos que fortalezca el cristianismo en el mundo, por lo que había decidido hacer lo posible para eliminarla. Estaba absorto en estos pensamientos, cuando sonó su teléfono celular. Al contestar escuchó del otro lado la voz de un hombre joven, tal vez de unos veinte o veinticinco años.

―Hice la llamada como usted me pidió, señor ―le dijo la voz―. Como era de esperarse, se asustó y salió de Inglaterra con el niño con rumbo a los Estados Unidos.

―¿Estás seguro?

―Sí, señor. Nuestro contacto en el aeropuerto de Londres confirmó su paso por la aduana. Vienen para acá para Nueva York.

―Perfecto.

―Señor, ¿puedo hacerle una pregunta?

―Adelante.

―¿Por qué no fuimos a buscarlos a Londres, si ya sabíamos sus nuevas identidades y su ubicación?

―Porque nuestro Señor así nos lo pidió. Quiere que su sacrificio sea hecho aquí en nuestra casa. Solo debemos esperar a que lleguen.

―Está bien, señor. Le mantendré informado.

Thomas cortó la comunicación. Por supuesto que ya sabía que habían salido de Londres, se lo había dicho su Señor unas horas antes y por eso le pidió a su hombre que hiciera esa llamada. Aún no lograba quitarse la impaciencia y la preocupación que sentía.

Algunas horas antes en algún otro lugar de Nueva York, en el improvisado salón donde rendían culto a su Señor, y en medio de la alabanza del día, el líder de Los Bienaventurados, Charles Green, se enteró de algo verdaderamente perturbador, y se lo comunicó a sus seguidores:

―¡Hermanos! ―les gritó, llamando su atención―. Esta noche he recibido la más horrible de las noticias por parte de un miembro de otra hermandad. La arrogancia del hombre ha consumado una vez más el mayor irrespeto a nuestro Señor, a nuestro Dios. ¡El pecador e impuro se ha atrevido a desafiar a nuestro Creador! ¡Ha violado las normas del cristianismo y ha creado una abominación!

Hizo una pausa para ver la expectativa que había creado.

―¡Hermanos! ―siguió, levantando más la voz―. ¡Un hombre practicante de la ciencia y de todo lo contrario a Dios ha creado a un ser que quiere hacer pasar por nuestro Señor Jesucristo! ¿Han visto semejante pecado?

Entre los presentes se escucharon murmullos de desaprobación y lamentos.

―¡Y lo más triste de todo es que lo ha hecho con la ayuda de la hermandad La Segunda Venida! ¡Han profanado el sagrado sudarium y ofendido a nuestro Señor al utilizar su sagrada sangre para cometer esta aberración! ¡Pero no debemos quedarnos de brazos cruzados! ¡Debemos acabar con eso! ¡Ese engendro no es nuestro Dios, no es nuestro Señor Jesucristo, es producto del Diablo que se manifiesta a través de la ciencia y de ese hombre mundano y pecador llamado científico!

―¡Hay que matarlo! ―gritó uno de los presentes, e inmediatamente lo secundaron casi todos en el salón, gritando a una sola voz esa frase. Los Bienaventurados se caracterizaban por su radical postura ante todo lo que atente contra sus creencias y forma de vida. Eran capaces de utilizar la violencia para imponer su visión sobre el cristianismo, torturando en la mayoría de las veces a todo aquel que estuviera en contra de su «verdad» sobre el entendimiento de la Biblia, y hasta alguno que otro sacrificio humano para alertar a los infieles.

Charles Green levantó sus brazos pidiendo silencio, y una vez logrado, sentenció:

―¡Hay que matar a esa abominación! ¡El que logre matarlo tendrá un lugar seguro en el paraíso junto a nuestro Señor, por haber defendido su palabra!

Todos los presentes comenzaron a gritar consignas de muerte, visiblemente emocionados.

―Tengo noticias de que el científico y su abominación pronto llegarán a nuestra ciudad. Tiene apariencia de niño, ¡pero no lo es! ¡Es el Anticristo manifestado a través de ese niño! ―volvió a levantar los brazos para finalizar―. ¡Vayan y búsquenlo! ¡Destrúyanlo! ¡Muerte a la abominación!

―¡Muerte a la abominación! ―gritaron todos, preparándose para salir.

Charles Green se había enterado de todo por medio de un emisario enviado por Thomas Robertson, haciéndose pasar por miembro de otra hermandad cristiana.

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