CAPÍTULO 2 - El resultado de seguir los instintos

En el hotel, Jessica se estiró en la cama mientras su primo Joaquín le ayudaba apilando cojines para que mantuviera el pie alzado. La expresión severa del hombre era tan notoria que a ella le provocaba reírse, al fin que él le advirtió que no fuera, pero su prima se moría de curiosidad por ir a conocer la empresa Ward Walls y, de una vez por todas, encontrarse con el Clan.

Al principio no comprendió el impulso que le llevó a decirle a Joaquín que adquiriese las acciones de esa compañía, la verdad era que a la edad de diez años dejó de importarle el lazo que la unía a esa familia. Pero, aunque pudiese engañar al resto del mundo diciendo que todos sus logros se debían al afán de superación, y por demostrar que el mundo de los negocios no era un campo dominado solo por hombres, su secreto era que le guardaba un profundo rencor a los Ward.

Durante veinte años vivió con el credo de que esa gente no existía sobre la faz de la tierra, al fin y al cabo, ellos ni siquiera sabían que ella existía tampoco. Tenía quince años usándolos como escondida motivación, con la finalidad de probarse a sí misma que podía ser mejor que ellos: más poderosa, más inteligente, más exitosa… No planeaba encontrarse con ellos, menos adquirir sus acciones en la bolsa. Jessica se movía en el nicho tecnológico y Joaquín en la parte de salud, juntos amasaron una notoria fortuna en el área de innovaciones desde que entraron en la universidad, no se metían en el mercado inmobiliario.

No hasta ese momento.

Para Joaquín Medina no era secreto lo que ella sentía, y como era muy inteligente, aprovechó el arrastre avasallador de su prima con la finalidad de ser alguien en la vida. Juntos aprendieron inglés, también francés y portugués porque su principal meta era vivir en Europa. Se motivaron de mutuo acuerdo para sacar las mejores calificaciones y movieron cielo y tierra con la finalidad de irse de su país de origen para formarse en prestigiosas universidades de negocios. Primero fue Londres, en la universidad de Cambridge, luego Norteamérica; se convirtieron en jóvenes emprendedores estando en Reino Unido, aprovechando el boom de las criptomonedas, siendo algunos de los primeros que vieron el valor real de la innovación de la moneda digital y las divisas alternativas, lo que se tradujo en un más que atractivo capital para hacer inversiones que demostraron a todos los estirados de Cambridge que esos dos chicos latinos tenían madera para patear traseros en el mundo financiero.

A los veinticinco años ―después de haberse graduado con honores en Londres cursando sus carreras en el menor tiempo posible― ambos abandonaban la escuela de negocios de Harvard donde fueron a estudiar una maestría, con una ostensible fortuna a su nombre y la fama de estar en el top de la lista de los jóvenes empresarios menores de treinta de todo el mundo.

Lo que era un logro más que notorio, tomando en cuenta que ellos eran latinos, de piel trigueña y de Venezuela.

Jessica había mantenido un perfil bajo todo el tiempo, de hecho, no era una persona muy conocida en cuanto a la farándula del mercado. En cierto modo se valía de la premisa que para ser respetada en un mundo dominado mayoritariamente por hombres debía, sí o sí, comportarse de forma correcta. Joaquín sabía que había algo más de fondo, y era que no quería que su nombre resonara en la prensa, reduciendo así la posibilidad de encontrarse con los Ward. Entonces él se convirtió en el rostro de su sociedad de inversiones.

Tanto era el rechazo de Jessica Medina a esa familia, que ni siquiera sabía cómo se veían; inclusive, la vieja foto de William Ward se encontraba guardada al fondo de su álbum familiar; en la misma estaba Carla Medina ―su madre― y quien se convertiría ante el mundo en su padre: Alonso Jiménez. Sabía que el Clan tenía en línea a cuatro herederos directos, porque a veces la vencía la curiosidad de saber quiénes eran y empezaba a leer sobre ellos en la prensa de negocios; pero antes de sentirse más molesta consigo misma por su debilidad, abandonaba cualquier búsqueda en la red y continuaba con su vida; esa, llena de triunfos donde la nefasta familia no existía.

Así que Jessica Medina no sabía cómo lucían los hijos Ward.

Tampoco sabía dónde quedaban sus oficinas.

Porque en un rapto de estupidez tomó la decisión de comprar unas acciones que no quería, solo por el gusto de sentir un poco de poder en sus manos.

Se arrepintió al segundo siguiente de hacer la compra, e increpó a Joaquín por no impedirle cometer esa locura.

―Los Ward son una buena inversión ―dijo él como si nada, mientras se despedían en el aeropuerto de Madrid―. Los inmuebles son un buen mercado, un mercado sólido, así que deja de fastidiar.

Su abogado les había dicho que era buena idea que viajaran a California para conocer a sus nuevos socios, sin embargo, Joaquín debía ir primero a visitar a otro socio, y a Jessica se le complicó abandonar España, y en medio de su mal humor, decidió desfogar todo el estrés que sentía con el desconocido rubio del avión, que pretendió invitarla a cenar para verse caballeroso y galante, cuando en realidad ella sabía que lo único que deseaba era montarla por un rato, y estaba bien así, dejarlo como una tórrida aventura de altura.

No es como si pretendiese volver a verlo.

Cuando se bajó del avión que la llevó de L.A a San Francisco, corrió al hotel para dejar su maleta y se marchó a conocer la sede de WW, a pesar del cansancio que representaban más de quince horas de vuelo. Le había comentado a su abogado que iba a ir y que le gustaría que la acompañara a conocer el lugar, pero su avión se retrasó por inconvenientes mecánicos, lo que hizo que pisara la ciudad después del mediodía, sin batería en su teléfono y sin la posibilidad de avisarle a Tom que iba a llegar más que tarde.

Y para culminar su mal día, iba y rompía sus zapatos favoritos, se lastimaba un tobillo y Joaquín le anunciaba que una de sus inversiones se había desplomado, haciendo que se tambaleara uno de los negocios más prometedores que estaban desarrollando.

―Linda noticia que me traes de Portugal ―refunfuñó ella al ver la tableta.

Su primo entró por la puerta de su habitación cinco segundos después de que ella atravesara el umbral cojeando de forma notoria. Tenían habitaciones contiguas en el hotel, así que se encontraba atento a su llegada, porque él tenía también pocas horas de haberse bajado de un avión que viajó desde Lisboa hasta San Francisco en línea directa.

―¿Fuiste a ver a los Ward? ―preguntó ignorando sus palabras. Se acercó a ella con un vaso de whisky en la mano, que le tendió para que bebiera y se relajara.

Ella asintió y chasqueó la lengua, abandonando el dispositivo a su lado en la enorme cama para tomar el vaso al que le dio un largo trago. Se centró en la vista de la ciudad, por lo menos la habitación era cómoda y elegante, lo cual le recordó que debía agradecerle a Tom Habott las reservaciones en el Hyatt Regency.

―¿Cuánto tiempo nos vamos a quedar? ―preguntó Joaquín sentándose en la silla a juego con el mini centro de negocios de la habitación. Jessica se encogió de hombros.

―No lo sé ―respondió en voz baja. Horas antes le habría indicado que se marcharían justo después de reunirse con sus nuevos socios e indicar que podían inyectar más capital a cambio de mayores acciones; desplegar a la despiadada mujer de negocios que yacía en su interior para que vieran que no estaba jugando, y luego subirse al primer avión para volver a Boston a su departamento, el cual no pisaba desde navidad. Sin embargo, haber conocido a Rick le cambiaba un poco la perspectiva, tal vez podría quedarse un par de semanas a divertirse con el caballeroso hombre, conocer la ciudad y vivir una divertida, tórrida y avasallante historia romántica―. Supongo que esperaremos a ver cómo va el proyecto y en base a eso definir. Espero que no sea más que unas dos o tres semanas. Extraño Boston, extraño mi casa, mi cama y mi tranquilidad.

Joaquín asintió, él también miraba por el amplio ventanal, observando cómo declinaba la tarde y la luz del sol iba desapareciendo de forma paulatina.

―Sé sincera conmigo, Jessi ―pidió él con voz calmada―. ¿Qué planes tienes en realidad?

Ella removió el licor de su vaso, concentrada en las manchas luminosas que capturaba el cristal. Era una pregunta justa, también sabía que su primo no se refería a la parte de los negocios, así que no iba a insultar su inteligencia evadiendo una respuesta, fingiendo que nada estaba pasando.

―No tengo idea ―contestó con sinceridad―. Por ahora, asegurarme de no perder nuestro dinero ―continuó tras darle un trago al licor―. No es poco, además de que tienes razón, los bienes inmuebles son inversiones sólidas, después de la caída de Basurto & Co., es buena idea afianzar esta inversión.

―Por lo menos tienes eso en claro ―le sonrió con orgullo fraternal.

―Con respecto a lo otro, no sé… ―continuó ella―. No es algo sencillo de afrontar, menos cuando has pasado veinticinco años de tu vida debatiéndote entre la tristeza, el odio, el rencor y el rechazo.

―Bueno, tal vez sea momento de dejar eso atrás ―comentó Joaquín yéndose a sentar a su lado. Pasó un brazo protector sobre su hombro, Jessica apoyó la cabeza en él. Era la única persona en el mundo que la conocía de verdad, que sabía cuándo ella necesitaba un abrazo o un tirón de orejas―. Sé que fue un impulso estúpido, esto de comprar esas acciones, pero puede que sea el destino, tú no lo buscabas, solo pasó, quizás una parte de ti quiere resolver esto para continuar con tu vida sin esta carga emocional que llevas encima y puedas ser feliz.

Meditó en las palabras de su primo, desde la muerte de los padres de ambos a los catorce años, la vida se había tornado en ellos dos juntos contra el mundo.

Jessica decidió cambiar el rumbo de esa conversación.

―Conocí a un caballero hoy, se llama Rick y es muy atractivo ―soltó con una risita.

Cinco segundos después Joaquín la bombardeaba a preguntas, se rio por su accidente, se sorprendió por la osadía de aquel hombre y luego le preguntó qué tan atractivo era.

Después de pedir servicio a la habitación y contarle también lo sucedido en el vuelo de Madrid-Los Ángeles, momento en que él la llamó zorra, echándose a reír con una sonora carcajada, y decirle que era demasiado malvada por haber dejado al dios rubio usado y muy posible con el corazón roto, se despidieron para descansar. Él se fue a su cuarto, dejándola sola allí, pensando en todo lo que no quiso pensar durante los últimos cinco días.

Justo antes de quedarse dormida, creyó haber tomado una decisión, pero al despertar el domingo, se percató de que cualquier resolución tomada tras conversar con su primo se había esfumado durante el sueño.

Después de almorzar con Joaquín, este decidió despedirse e ir un rato al gimnasio, ella asintió en silencio, regresó a su habitación y se cambió para salir de allí y respirar el aire primaveral san franciscano, a ver si de ese modo oxigenaba su cerebro y sus ideas, lo que podría servir para que tomara decisiones definitivas.

Jessica Medina era una mujer impulsiva, a ratos de mal carácter; se esforzaba mucho por no ser reactiva y permitía que su lado racional controlara su vida la mayoría del tiempo. Joaquín decía que estaba bien hacer eso, pero que no dejara de seguir a sus instintos, porque ellos habían demostrado que la guiaban por el camino correcto hasta ese momento de sus vidas, seguir sus instintos los llevaron al lugar donde estaban.

Solo que todos los que se acercaban a ellos llegaban a la conclusión que la atractiva trigueña de ojos grises era tan dura como el color acero de sus ojos, fría como un iceberg y reaccionaria como un volcán en erupción.

Tras unos analgésicos y descanso, su pie no dolía tanto, así que caminar por la ciudad no fue el suplicio que esperaba. Apenas pudo se montó en el tranvía para recorrer San Francisco y conocer las empinadas calles de Nob Hill; sin embargo, a pesar de que el paseo le sirvió para calmar su mente de tantas elucubraciones, al final no sirvió para ayudarla a decidir qué hacer al respecto de la familia Ward.

«Sigue tu instinto» susurró la voz de Joaquín en su cabeza.

Y dejándole a la providencia lo que pudiese suceder, escuchó lo que sus instintos le indicaban hacer.

Buscó la aplicación de Uber para pedir un servicio Black, mandó su geolocación y esperó a que su siguiente acción rindiera frutos. Al igual que se enteró de las acciones a la venta en la bolsa, de forma casi milagrosa le llegó el mensaje de la dirección de la casa de William Ward en San Francisco County en la Avenida Claredon.

La fuerza que la había movido a llegar hasta ese lugar se iba desvaneciendo a medida que se acercaba a la casa, dejando solo una sensación de inminente desastre. Checó su ropa, su cabello y su rostro, quería verse perfecta, en control, y a pesar de llevar unos botines de tacón bajo para no presionar demasiado su tobillo, había optado por un atuendo bastante chic y sobrio, que la hacía verse bien.

Al menos a nivel físico se veía impecable, sus emociones vueltas un ciclón en medio del pacífico, eran otra cosa.

Cuando se apeó del auto recibió un mensaje de su primo preguntándole donde estaba, faltaba poco para que comenzara a oscurecer y quería cenar en un restaurante que le recomendaron en el hotel.

Estoy siguiendo mis instintos…

Tecleó conteniendo el temblor de sus manos.

¿Dónde carajos estás, Jessica?

Decidió ignorar la pregunta y colocó el teléfono en vibración, guardándolo en el mismo bolsillo donde llevaba su billetera.

Respiró profundo al ver la hermosa casa de dos plantas, el corazón le martilleaba en el pecho a medida que daba los pasos que la conducían a la puerta principal; había bloqueado cualquier increpación que pudiese hacerse a sí misma, si iba a hacer negocios con esa gente, lo mejor era enfrentarse a lo inevitable. Su madre solía decirle que al mal paso había que darle prisa. Y el mal paso a dar era confrontar las emociones fuera de una sala de juntas, separar los negocios de los sentimientos.

Tocó la puerta de madera conteniendo la respiración, unas risas masculinas delataron a la persona que iba a abrir la puerta, un hombre de piel blanca, ojos grises y cabello corto oscuro, abrió y la observó con curiosidad, sonriéndole.

―¿Sí? ―preguntó con amabilidad― ¿Puedo ayudarte en algo?

Ella no sabía qué decir, pero haciendo acopió de toda su fuerza, habló:

―Buenas tardes, estoy buscando al señor William Ward ―informó con voz firme― ¿Se encuentra?

―Sí, claro ―respondió él haciéndose a un lado―. Pasa adelante, se encuentra en la sala ―indicó, dejándole el campo libre para que entrara.

Jessica dio un paso dentro de la casa con la garganta cerrándosele con un fuerte nudo y los dedos de sus manos congelándose rápidamente. Quiso arrepentirse de lo que estaba a punto de hacer. Era una tonta sentimentaloide que estaba cometiendo una locura.

Treinta años de su vida se iban a reducir a unos pocos minutos, en un instante dentro de esa casa.

―¿Para qué lo buscas? ―inquirió el joven interrumpiendo sus pensamientos nefastos, avanzando por el amplio pasillo. Entraron a una estancia bien iluminada con grandes ventanales que dejaban ver el puente de San Francisco sobre el mar, con el sol declinando en el horizonte.

―Yo… necesito hablar con él ―fue todo lo que pudo decir, apretando los puños dentro de los bolsillos de su chaqueta.

―Papá, te buscan ―anunció el hombre.

Jessica ya se imaginaba que ese joven era uno de los hijos del señor Ward, apretó los labios en una fina línea y trago saliva.

En la sala estaban sentados tres hombres más y una mujer. Uno de ellos era idéntico a aquel quien le había abierto la puerta. Jessi sentía que las piernas se debilitaban a cada paso que daba, ante la vista de lo que parecía ser la perfecta familia feliz.

William Ward era un hombre de más o menos su estatura, tal vez un poco más bajo, de cabello oscuro y tupido con algunas hebras plateadas en las sienes, delgado y de expresión un tanto dura en sus facciones, que se suavizaba solo un poco por la sonrisa que tenía en sus labios en ese momento. A su lado se encontraba su esposa, Holly, una mujer hermosa de aspecto amable, de cabello corto, rubio oscuro, y lindos ojos azules; en la esquina contraria del sofá estaba Bruce, el hijo mayor, una copia de su padre, solo que con quince centímetros más de estatura, una barba recortada, sin arrugas ni canas; en el suelo, sentado sobre un esponjoso cojín, estaba el clon de quien le había abierto la puerta, solo que este tenía el cabello un poco más largo, cayéndole de forma desordenada sobre la frente y las orejas.

Jessica miró a todos de hito en hito, estaba casi segura de que el color había abandonado su rostro y una palidez espectral se adueñó de ella, todos la miraban expectantes, incluso el joven que le había abierto la puerta, estaba allí observándola con curiosidad, esperando que ella abriera la boca.

Sabía todos sus nombres, aunque no estaba segura de quién era quien, en cuanto a los gemelos; pero los conocía bien, al menos de nombre y posición en el árbol genealógico.

Bruce era el primogénito de la familia, le llevaba cuatro años de diferencia.

Se negó a sí misma ver las fotos de todos ellos para que no le doliera, sin embargo conocía sus edades, porque a ratos se enfurecía con todos los Wards y era débil, tenía que saber.

Su ceño se frunció, los años de angustia y rabia le dieron el coraje para continuar. Ella había pasado años preguntándose por qué, y allí estaba su respuesta. En esas cuatro personas que rodeaban a William Ward.

Irguió la espalda, ella no tenía por qué sentir miedo o vergüenza. Y con voz firme, soltó la bomba:

―Señor Ward, soy Jessica Medina, hija de Carla Medina. ―La expresión de sorpresa y reconocimiento en el rostro del hombre mayor fue un alivio para ella, sabía de quién hablaba, no podría negar su pasado, esto le dio más fuerza para continuar―. Hace treinta y un años usted y mi madre tuvieron una relación… ―El horror deformó el rostro de Will, Holly fue la primera en caer en cuenta de lo que estaba a punto de pasar, abriendo los ojos con sorpresa y estupefacción. En cambio, los otros tres hombres solo fruncieron sus ceños―. Yo soy hija de Carla… y usted es mi padre.

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