El influyente

 

-2 de Marzo de 2017-

El palacio municipal de Ecatepec de Morelos se alzaba ante él. Se ajustó el nudo de la corbata y caminó con seguridad hacia la puerta de entrada. A solo un par de pasos de distancia. Alejandro, su fiel guardaespaldas, seguía sus pasos. No salía a ningún lado sin él, menos en estos tiempos, donde ser diputado era una profesión excesivamente peligrosa.

Apenas entrar a la alcaldía le llovieron números saludos:

— ¡Muy buenos días, diputado Valadez! — dijo una señora con gafas que llevaba un paquete de papeles en los brazos.

— ¡Señor diputado! ¡Que dios lo bendiga! — exclamó una joven de blusa abotonada hasta el cuello.

—Mi muy estimado señor diputado, ¿cómo está? ¿Le traigo un cafecito? — preguntó un tipo bajito y bigotón con un enorme botón tricolor en la solapa de su traje.

“Buenos días, buenos días, buenos días…” se limitó a decir para no comprometerse con nada ni con nadie. Siguió avanzando por el pasillo, aunque más de tres veces le pidieron detenerse para los asuntos más triviales: selfies, peticiones de trabajo, consejos y algunas tontas firmas requeridas para programas de “bacheo”.

Evadidos los obstáculos humanos, emprendió un rápido ascenso por las escaleras que lo conducirían al primer piso. Un estúpido practicante se cruzó en su camino y estuvo a punto de tropezar con él. Afortunadamente Alejandro estaba atento y pudo empujarlo a tiempo para que no chocara con él y su carísimo traje.

Respiró hondo. Estaba un poco fuera de forma. Tenía que hacer más ejercicio, sobre todo en estos tiempos donde el caos en Ecatepec estaba suelto. Volvió a ajustar el nudo de su corbata y caminó con gallardía hacia la oficina del alcalde.

La situación se había vuelto intolerable, y en esta ocasión el presidente municipal tendría que atender a la lógica de la razón.

—Señor diputado Valadez, ¿Cómo se encuentra usted el día de hoy? — preguntó Yolanda, la secretaría del alcalde Adalecio Luna.

—Muy bien, Yolandita. ¿Y usted? Como los buenos vinos, ¿verdad? ¡Mejorando con cada día que pasa! — dijo falsamente para congraciarse con la mujer.

— ¡Ay, señor diputado! ¡Qué cosas dice! ¿Viene a ver al licenciado? — cuestionó la burócrata con rubor en sus mejillas.

—Sí, Yolandita, si me hace favor. Sé que no tengo cita, pero es un asunto de extrema urgencia.

— ¡Faltaba más! Ya sabe que usted no necesita invitación para venir. Sabemos muy bien que cualquier asunto que lo traiga por acá es de vital importancia para nuestro municipio. Pase, el licenciado no tiene visitas en este momento.

— ¡Muchísimas gracias, Yolandita! Que tenga usted un excelente día — exclamó con un exceso de melosidad que pasó desapercibido ante los ojos de la recepcionista, la cual se limitó a abrir de par en par la puerta de la oficina de su jefe, el presidente municipal.

El diputado dio un paso al interior y se detuvo. Por su mente pasaron las dos elecciones en que había intentado obtener dicho cargo sin éxito alguno. ¡De lo que se había perdido Ecatepec! Bajo su mando, la riqueza hubiera florecido en el municipio… claro, para él y sus amigos, la población en general seguiría igual de jodida que siempre. Rio para sus adentros. Nunca le había gustado estar contacto con mugrosos y pobretones, pero bien podía haber estrechado algunas manos con callos durante algún evento oficial en el municipio. Embelesado, seguía sonriendo, hasta que una voz potente lo sacó de sus ensoñaciones:

— ¿A qué debo el honor de tu visita, diputado local Valadez?

¿Local? ¿Por qué ese idiota hacía hincapié en la palabra “local”? ¿Qué acaso por ese insignificante detalle era menos importante?

—Buenos días, Adalecio — contestó aclarándose la garganta.

—Yolanda, cierre la puerta por favor. Este tipo de reuniones deben de ser estrictamente privadas. Le pido de favor que le traiga un café al teniente Alejandro. — dijo el alcalde, dirigiéndose a su secretaría, que solo asintió sin decir palabra.

Una vez cerradas las puertas, el presidente municipal dejó de escribir en su agenda personal y enfocó la mitrada en su inesperado visitante. Lo escrutó de pies a cabeza y dijo:

— ¿Y bien? ¿En qué puedo ayudarte, José?

—Ya sabes a qué vine, Adalecio. Espero que ya hayas recapacitado y que estés dispuesto a enfrentar al terrible mal que enfrenta nuestro querido municipio. — declaró abiertamente y sin tapujos. Era hora de poner las cartas sobre la mesa.

— ¿Cuál “terrible mal”? — preguntó el presidente municipal con cara de extrañeza.

— ¡Pues el puto loco “musulmán”! Ese cabrón anda poniendo bombas en todos lados, matando gente a diestra y siniestra, mientras nosotros como autoridad no hacemos nada… — dijo el diputado subiendo notoriamente el tono de su voz.

— ¿Un loco? — cuestionó con extrañeza el alcalde Adalecio —. No sé de ningún loco, solo tengo noticias de un justiciero local que está haciendo lo que mi policía era incapaz de realizar. Y la verdad es qué, políticamente, eso no me afecta en nada, al contrario, ¡me beneficia! En los últimos meses Ecatepec se ha vuelto uno de los municipios más seguros del país. Los rateros tienen miedo de robar, y eso le permite a mi policía enfocarse en acciones claves más notorias, como la lucha “antidrogas” y el secuestro. En lo personal, a mí no me disgusta lo que haga el famoso “musulmán”, o como le llaman los jóvenes: “Cyber Bullet”.

—¡No digas tonterías, Adalecio! — espetó con furia —. Ese desquiciado es un terrorista, hoy les pone bombas a los rateros, mañana va a volar autobuses, después irá por bancos, y quién sabe, ¡incluso un día podría atreverse a atentar contra el gobierno!

—Lo dudo. Le encantan los rateritos comunes y corrientes. Su eliminación no me molesta en lo absoluto — puntualizó Adalecio, fijando la atención en su agenda personal.

—Pero ¿por qué? — preguntó con furia y decepción a la vez.

—Porque en materia de seguridad, soy un incapaz. Mi gestión era la peor en materia de seguridad hasta que apareció “Cyber Bullet”. Era un hecho que no podía con el crimen en Ecatepec. No había que ser un genio para vislumbrar mi futuro político si la situación no mejoraba. Con la aparición de este justiciero, mis problemas se resolvieron. Con el crimen combatido sin el uso de mis recursos, puedo volcar mi atención hacia la gestión social, que es donde soy bueno; llevo programas de bacheo a zonas afectadas en el municipio, regalo útiles escolares, programamos mantenimiento de parques, pintamos topes y banquetas… en fin, todo eso que se necesitaba hacer y yo no podía porque estaba ocupado tratando de combatir rateros, a los cuales, por alguna extraña razón, jamás podía atrapar. Ahora en lugar de comprar patrullas, puedo dar becas para estudiantes de excelencia académica. Para mí todo funciona bien; me quitan la enorme responsabilidad de combatir al crimen, donde soy un perfecto idiota, y me dejan gobernar con visión social, donde quizá no soy muy bueno, pero sé desenvolverme mejor. Así mantengo vivas mis aspiraciones a la candidatura por el gobierno del Estado, lo cual, creo, te conviene a ti también, ¿no es así?

Por un breve momento, el diputado pensó que aquello tenía cierta lógica. Con Adalecio fuera de la competencia en Ecatepec y una gestión previa sin dificultades, seguro él se convertiría en el siguiente alcalde del municipio. Era evidente que, si todo transcurría como hasta ahora, su partido se alzaría con el triunfo nuevamente en las elecciones locales.

Lleno de dudas, se acercó a la ventana de palacio. Tocó el marco de hierro y abrió la cortina lentamente. A lo lejos, pudo ver a dos jóvenes con mochilas colgadas al frente que intentaban venderle dulces a una pareja que se encontraba sentada en una banca del parque hallado a los pies del palacio. Los novios se negaron a comprar, y entonces los dulceros dieron pie al plan “b”. Sacaron navajas de sus mochilas y amenazaron a la parejita. Fueron cinco segundos angustiosos en los que los asaltados no sabían qué hacer con exactitud. Finalmente, ante la amenazada de ser “picados” con el arma, la chica entregó su celular a los falsos vendedores. Estos últimos corrieron hacia la calle Vicente Villada con el pequeño botín.

Apenas se sintieron lejos del peligro, la pareja de novios se acercó a la explanada. Ahí, protegidos por la constante afluencia de gente, hicieron una llamada por el teléfono celular que les quedaba. Seguramente estaban reportando el robo.

Eso era en verdad lamentable, porque ponía a los “dulceros” en un riesgo innecesario; seguramente pronto serían cazados de alguna forma por el “musulmán”, que en algún momento sembraría una bomba en su camino y los haría volar en pedazos.

Agitó la cabeza. Quizá se estaba preocupando demasiado. Era imposible que el “loco de las bombas” tuviera ojos en todas partes. Era un hecho que se estaba volviendo demasiado paranoico, pero también era una realidad que con cada día que transcurría, el “musulmán” era más temerario. Se alejó de la ventana, miró desafiante al alcalde y luego dijo:

— ¿Entonces no vas a hacer nada?

—No. Nada. Y si solo eso te preocupaba, pues ya quedó atendida tu necesidad. Nos vemos mañana en la reunión de cabildo.

Asintió con desgana y comprendió el mensaje. Era hora de retirarse. Las puertas se abrieron. Yolanda se colocó a la izquierda para cederle el paso. Se despidió de ella con una sonrisa y una inclinación de cabeza. Luego le hizo una seña a Alejandro y sin decir más se encaminaron hacia la salida del palacio municipal.

Bajaron las escaleras y dijeron más de quince “Hasta luego” y algunos “Igualmente, que Dios la bendiga”. Cuando finalmente alcanzaron la puerta, el diputado miró hacia atrás con desdén y coraje.

—No me fue bien, Alejandro. Ese infeliz está encantado con el cabrón de las “bombas”. Parece que vamos a tener que utilizar otros métodos.

— ¿Y cuáles son esos métodos, señor Diputado? — preguntó Alejandro con falsa curiosidad. Sabía bien a que se refería su patrón.

—Me refiero al “trabajo de campo”. Solo hay que pensar bien a quién se lo encargamos. Mañana tengo la cena con mis hijas y mi señora. Después de eso tenemos una reunión con el “rana” y el “Japo”. Quizá ellos tengan alguna idea de cómo detener esto.

—Tal vez señor, aunque a mi parecer, esos tipos son poco ingeniosos. Preferiría mil veces contar con la ayuda de Marcos Zamora.

— ¡Jamás! — exclamó haciéndose el ofendido —. No volveré a recurrir a ese tipo nunca, ¿me oíste? ¡Nunca!

Alejandro lo miró poco convencido. Y tenía motivos para hacerlo, pues tanto él como su guardaespaldas sabían que, si la situación empeoraba, el “Cholo” sería la única alternativa viable para resolver el problema.

Suspiró y avanzó hacia su automóvil sin volver a decir palabra. Pensaba en todas esas cosas de la vida que eran simplemente imposibles de mantener bajo control.

Quizá el “musulmán” era una de ellas, y dejar el asunto de lado era la decisión más inteligente. Lo razonó durante algunos segundos y luego un repentino griterío lo sacó de su ensimismamiento.

“¡Una bomba, una bomba!” gritaban los vendedores ambulantes de la calle Benito Juárez presas del pánico. Ni siquiera tuvo que acercarse a la “acción” para saber de qué se trataba. Sabía bien quiénes habían sido las “victimas” del “atentado”. Esos pobres diablos “dulceros” ni siquiera habían podido disfrutar más de treinta minutos del fruto de su robo.

¿Es que todos estaban en riesgo? ¿A qué se estaban enfrentando?

Subió a su auto. Necesitaba pensar en todo esto. Quizá lo único que necesitaba este asunto era un poco de tiempo.

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