El pasado duele

-2008-

— ¡Apúrate Andrés! Tus abuelitas ya están en el aeropuerto y tú ni siquiera te has cambiado — gritó una voz femenina dulce y alegre.

— ¡Voy mami! — respondió el pequeño con su clásico tono agudo y consentido.

Era un día maravilloso. El sol entraba suavemente por la ventana, el cielo lucía claro y despejado, y la casa olía a pastel casero recién elaborado.

“¡Esto no puede ser mejor!” pensó el pequeño Andrés cuando se despojaba de su pijama de luchadores enmascarados. Cerró los ojos y aspiró lentamente el aroma que venía de la cocina. No solo olía a pastel, sino también a hot cakes…

Hoy era su día especial; cumplía siete años y por fin le permitirían tener su propia computadora. “¡Este es el mejor de los cumpleaños!” dijo para sí.

Se vistió rápidamente y se cepilló el cabello con mucha prisa. Un pequeño “gallo” se levantaba en su coronilla en clara señal de rebeldía. Bajó las escaleras corriendo y en el último escalón comenzó a agitarse. Aspiró gran cantidad de aire y eso lo hizo jadear un poco.

Su mamá apareció de la nada con un gesto de preocupación inundándole el rostro. De inmediato se puso en cuclillas para dar pequeños golpecitos en la espalda de su hijo y le acarició el rostro con la misma suavidad con la que se limpia una pieza de porcelana.

—Andy: no corras, hijo. Ya sabes que tu corazoncito no aguanta niveles muy altos de actividad… si te acuerdas de que tienes un aparatito en tu corazón ¿Verdad? — preguntó su mamá, consternada.

—Sí mami, ayuda a que mi corazón no deje de latir. Perdón mamita, no quería que te preocuparas… — respondió el pequeño torciendo la boca.

— ¡No pongas esa cara, Andy! Sabes que te amo y que por eso me preocupo por ti. Vente a desayunar, ¡te hice hot cakes! Para que empieces con el pie derecho el día de tu cumpleaños, ¿quieres? — dijo su madre.

— ¡Sí mami, sí quiero! — contestó de inmediato el niño.

Andrés se encaminó a la mesa con pasos largos y rápidos. Su mamá iba detrás, intentando aplacar con su mano el cabello rebelde que se alzaba en la cabeza de su retoño. Ya en la mesa, el pequeño comenzó a devorar literalmente el desayuno. Le encantaban los hot cakes, sobre todo cuando los hacía su madre. La miró y le sonrió. Su vida era maravillosa; tenía a papá, a mamá, a sus abuelas, a su perro Jerónimo… lo tenía todo, poco importaba estar enfermo de algo que al parecer no se curaría nunca.

Después de 5 hot cakes, decidió que ya no quería comer más. Su mama le retiró el plato y emprendió el camino de regreso a la cocina. La llave del fregadero comenzó a hacer ruido. “Seguro que mamá ya está lavando los trastes” caviló Andrés. Sin que nadie le dijera nada, el niño abandonó la mesa, dio gracias y dirigió sus pasos hacia la cocina. Tomó un trapo seco y comenzó a secar los platos que su mamá iba a poniendo a escurrir.

La joven madre vio de reojo a su hijo y sonrió. En verdad que le agradecía al Cielo tener un hijo como Andrés. Acabada la tarea, ambos secaron sus manos y se sentaron en la sala. Era sábado en la mañana, así que era un día para ver caricaturas en familia.

Prendieron la televisión. Pasó media hora y su papá seguía sin aparecer. Le preguntó un par de veces a su mamá por su paradero, pero solo consiguió respuestas evasivas, así que concluyó que él había sido quien había ido a recoger a sus abuelas al aeropuerto.

Sin embargo, pocos minutos después, un taxi amarillo apareció frente al zaguán de su casa. De él descendieron sus dos abuelas: Maritza y Soraya, las cuales, a pesar de no estar unidas por lazos de sangre, se llevaban sorprendentemente bien. Una —Maritza— vivía en Guadalajara, de allá era su mamá. La otra vivía en Cancún —lugar donde había nacido su papá—. Muchas veces se había preguntado por qué si ambos eran del interior de la republica tenían que vivir en Ecatepec. Era algo que simplemente no entendía.

Una vez que partió el taxi, Andrés salió recibir a sus abuelas. Una impresionante descarga de besos y abrazos se cernió sobre el niño.

“¡Que grande estás!” “¡Mira nadamas que bonito cabello!” “¡Vas a salir guapo como tu papá!” fueron unas de las tantas frases que Andrés escuchó de forma atropellada durante aquellos minutos interminables de apapachos, saludos y felicitaciones de cumpleaños. Finalmente, las abuelas decidieron soltarlo y entrar a refrescarse a la casa. Su mamá ya las estaba esperando con un par de vasos de agua de limón. Las sexagenarias lo agradecieron con gran efusividad y enseguida preguntaron por su padre.

—Ahorita viene— fue la única respuesta que dio su mamá.

Platicaron por espacio de media hora, lapso que a ojos de Andrés pareció poco más que eterno. Su papá seguía sin aparecer. Empezaba a preocuparse…

De pronto, el ruido de un motor interrumpió la plática de los mayores y sus pensamientos. ¡Era el carro de su papá! Sin dudarlo ni un segundo, Andrés salió al encuentro de su progenitor. Le abrió la puerta del zaguán y se percató de que traía cargando un par de cajas con un conocido logotipo en la superficie. Eran las dos letras que más ansiaba ver en este día…

— ¡Papá! — gritó el niño con inmensa alegría —. ¡Es mi computadora, es mi computadora!

Su padre asintió. Cruzó el umbral de la puerta y puso las cajas en el patio. Abrazó al pequeño y le susurró “feliz cumpleaños” al oído.

Andrés se aferró con fuerza a su padre. No quería que el abrazo terminara nunca. Algunos instantes después, volvieron a agarrar las cajas y las llevaron a su habitación. Andrés comenzó a desempacar el regalo, pero fue avisado de que no podría usarlo hasta terminar su fiesta de cumpleaños.

Asintió a regañadientes y bajó nuevamente a la sala. La charla entre mayores se potenció con la llegada de su padre, así que suspiró y se dispuso a ver caricaturas tranquilamente. Aún quedaban tres horas para que su fiesta comenzara.

***

Es curioso como las cosas cambian de repente. En cuestión de horas, el día soleado se había transformado en un horroroso día nublado. Algunos minutos después, una débil lluvia comenzó a caer. Las sillas que estaban en el patio tuvieron que ser distribuidas en la sala.

Un escalofrío recorrió al pequeño Andrés. Algo no le estaba gustando, pero no tenía idea de que era. Decidió hacer caso omiso de tan horrible sensación y se dispuso a recibir a los invitados de su fiesta. Había invitado a todos los compañeros de su salón; seguro que ese día iba a tener lleno total en su casa.

Sin embargo, los minutos comenzaron a transcurrir y nadie llegaba a su celebración. Quizá era por la lluvia, que había arreciado en la última media hora, o tal vez nadie quería ser su amigo. Sabía que esta era una posibilidad real porque no jugaba futbol en la escuela ni corría con los demás a la hora del recreo, pero no era porque no quisiera, sino porque no podía. Su madre le había dicho que su corazón no lo soportaría.

Pasaron quince minutos más. Nadie aparecía. La preocupación comenzaba a notarse en los ojos de su madre y la boca de su padre. Afortunadamente, el timbre sonó de pronto y alivió un poco la tensión. Era Mateo, el siempre fiel Mateo. Estaba mojado de pies a cabeza, porque en lugar de usar su impermeable para protegerse de la lluvia lo había utilizado para preservar la integridad del regalo para su amigo.

Se dieron un abrazo rápido mientras la mamá de Andrés secaba frenéticamente el cabello y los brazos del único invitado que había acudido al cumpleaños. Luego, llegó el momento de dar el regalo; envuelto en un papel metálico con máscaras de luchadores, había un aparato bastante extraño que solo parecía tener una entrada. Ante la confusión de su amigo, Mateo decidió explicar la naturaleza del regalo:

—Es un disco duro externo. Sirve para que almacenes ahí todos los archivos que no quieras que ocupen espacio en tu computadora. Es para que no se haga lenta tu máquina.

— ¡Genial! — contestó Andrés una vez que entendió la utilidad del obsequio —. Muchas gracias, amigo.

— ¡No es nada! Papá quería traerte un router también, pero le dije que mejor esperara a Navidad. Oh… ya arruiné la sorpresa… bueno, pones cara de asombro cuando te lo den…

—¡Jajaja! ¡Lo prometo! — puntualizó el cumpleañero.

Tuvieron que transcurrir cuarenta minutos más para que aparecieran otros niños. Eran Valentina y su hermano Nicolás. Dado que la lluvia no amainaba, la madre de Andrés invitó a los papás de los niños a pasar también. Habían llegado en automóvil, pero era mejor no arriesgarse a conducir bajo la lluvia.

El regalo de los recién llegados para Andrés fue un robot para armar: era un curioso modelo hecho con innumerables piezas de plástico que funcionaba con una batería solar.

—Pensé que podía gustarte — aclaró Valentina.

— ¡Claro que me gusta! ¡Es genial! — contestó con vehemencia el chico del cumpleaños, que disfrutaba enormemente esos pequeños momentos en que era el blanco de la atención de Valentina.

Aunque solo eran 4 niños, la fiesta se animó de inmediato: jugaron videojuegos, comieron sándwiches y refresco, improvisaron una canasta para jugar basquetbol con una cesta rota, y terminaron haciendo una torre enorme con fichas de dominó que amenazaba con caerse en cualquier momento.

El papá de Andrés se disculpó con los padres de Valentina por tener a los niños en la casa, pero la lluvia hacía imposible el poner el castillo inflable que tenían planeado. Los papás de la niña sonrieron y enseguida argumentaron que no había problema, asegurando que lo único importante era que los niños estuvieran felices, y era notorio que la estaban pasando bien.

Partieron el pastel después de entonar “Las mañanitas”. Ya eran las 8 y media de la noche. La lluvia caía con mucha menos fuerza que horas antes, pero aún no paraba. El escalofrío volvió a recorrer a Andrés. Algo no estaba bien…

Valentina y su familia se despidieron. Mateo quería quedarse un rato más, pero dado que los padres de la niña se ofrecieron a darle un “aventón”, finalmente decidió irse también. Andrés se despidió de los tres niños y les dio las gracias por haber venido. Ellos no tenían idea, pero ese pequeño gesto había sido de vital importancia para él.

Cuando las visitas dejaron la casa y la sala estaba ocupada por solo miembros de la familia, Andrés recibió una noticia que lo dejó “helado”: sus abuelas tenían que irse. En esta ocasión no se quedarían. Ambas tenían que estar esa misma noche en el aeropuerto. Por razones que no le fueron explicadas, era urgente que cada una volviera a su respectiva casa.

De tal forma, Andrés vio vaciarse su casa en tan solo cuestión de minutos. Un par de besos y algunos abrazos fue lo último que recibió por parte sus abuelas.

Su papá se ofreció a llevarlas al aeropuerto. “Así no pagan taxi” argumentó. Accedieron a regañadientes y subieron las pequeñas maletas al coche de su papá.

Ya arriba del carro, se despidieron agitando frenéticamente la mano. Su padre hizo una seña con los dedos intentando decir “ahorita vuelvo”. El pequeño miraba la escena desde la ventana de su cuarto. Algo lo tenía nervioso, aunque no supo qué. Sacudió la cabeza y se sentó en la cama. Tomó una revista de superhéroes y comenzó a leerla. Eso le serviría para hacer tiempo en lo que volvía su padre. Estaba empeñado en esperarlo para terminar de configurar la computadora, aunque tras algunos minutos de leer en la oscuridad, el aburrimiento y el sueño terminaron por vencerlo.

***

El teléfono sonó con fuerza y Andrés despertó de inmediato. Dado que timbró tres veces, pensó que su madre estaría dormida y no iba a escucharlo. Corrió hacia la extensión de la sala y levantó el auricular. Puesto que estaba un poco agotado, tardó demasiado en responder.

Su mamá ya había contestado. Se dispuso a colgar, pero de pronto escuchó su nombre y decidió quedarse a escuchar un poco más:

— ¡Es culpa de Andrés! ¿No lo entiendes? ¡Fue su culpa que nos haya pasado esto! — exclamó su papá con la voz entrecortada.

—No está bien decir eso, Armando. El niño no causó el accidente…

— ¡Pero si lo hizo, Arizbeth! Por la culpa de ese chamaco cabrón mi mamá y tu mamá están muertas… ¡Por su puto cumpleaños estuvieron hoy en el Estado! Si no hubieran venido, no les hubiera pasado nada…

—No digas eso… quizá así debían de ser las cosas… — dijo su mamá con poco convencimiento.

— ¡No digas pendejadas, Arizbeth! Si no hubiéramos hecho está chingada fiestecita en la que no hubo “ni madres” de gente, nuestras mamás estarían vivas… no lo quiero ni ver…

—No está bien odiar a nuestro hijo… — musitó su mama.

—Pero estás de acuerdo en que fue su culpa, ¿verdad? Déjalo ahí. Si quiere comer en el desayuno que agarre pastel. Nada más enciérralo bien y vente al Centro Forense. Hay que reconocer a los cadáveres y yo no puedo dar fe de que son ellas porque tengo algunas heridas por el accidente. Dicen que ahorita no estoy en condiciones de evaluar nada.

—Sí, ahorita voy. Solo le dejo una nota y me dirijo hacia allá. Yo… no tengo ganas de verlo tampoco… es triste, ¿no crees? Siempre soñamos con tener hijos y ahora esto…

—Sí… quizá sea tiempo de tener más hijos. Así quizá eventualmente podamos perdonarlo… te espero acá, no tardes.

Y colgó. Andrés no podía creer lo que acababa de escuchar. Sus abuelas estaban muertas. Su papá lo odiaba, y al parecer su mamá también…

Pero ¿por qué? ¿Qué había sucedido? ¿De qué accidente hablaba su papa?

¿Qué era eso tan malo que había hecho? ¿Cómo es que él había causado la muerte de sus queridas abuelas?

Comenzó a llorar en silencio. Oyó la puerta del zaguán azotar y se asomó a la ventana. Su mamá acaba de salir. Nunca salía de casa sin despedirse, nunca hasta ahora… sus sollozos pronto se convirtieron en un llanto descontrolado. Se acostó en la alfombra y se sujetó las rodillas con fuerza. Lloró sin parar durante horas. Sus ojos se enrojecieron hasta el límite a causa del llanto y se moría de frío con el pasar de las horas. Pero era incapaz de levantarse. Solo podía llorar y mirar hacia la nada pensando hasta el cansancio en una sola cosa:

¿Qué había hecho mal?

No lo entendió entonces, y jamás lo entendería…

Capítulos gratis disponibles en la App >

Capítulos relacionados

Último capítulo