CAPÍTULO 6

Valentina levantó la cabeza despacio para mirar al cielo, pero no encontró allí la respuesta que necesitaba. Había estado en muchas situaciones difíciles pero aquella resultaba sin dudas la más descabellada de todas. Había logrado destrozar la boda de su hermana y, con ello, la poca salud que le quedaba a su madre, pero no podía decir con sinceridad que eso le importara.

Ahora solo tenía que resistir unas pocas semanas, seguirle el juego a aquel loco de atar que no sabía si estaba ayudándola o secuestrándola, y luego tratar de ser un fantasma durante el resto de su existencia, muy lejos del lugar donde había nacido. Estaba harta de la vida de sociedad, de los compromisos ineludibles de la clase rica, de las fiestas donde todos la miraban por el diseñador de su vestido. Se suponía que estuviera acostumbrada, porque nunca había sido pobre, pero esa vida le había costado mucho más que doce horas de intenso trabajo tras un escritorio.

Y ahora venía aquel heredero millonario a reprocharle sus decisiones, a despreciar abiertamente su primer matrimonio, tratándola como una chiquilla arribista que haría cualquier cosa por mantener su posición en aquel círculo social; y con “cualquier cosa” se refería a casarse con un hombre que casi le triplicaba la edad, o a robarle el prometido a su hermana.

Era la imagen que Fabio Di Sávallo tenía, la de una mujer que no respetaba los lazos filiales ni los sentimientos de los demás, una mujer que, a su juicio, había cometido un gravísimo error: rechazarlo. Y valentina sabía que trataría de hacerle pagar ese error tan caro como pudiera.

Rio para sus adentros, imaginando su próxima estrategia en el juego de poder al que ambos habían accedido. Aquel intento de mutua seducción sin que ninguno de los dos pudiera ceder, apenas estaba comenzando, y como para alentarse se dijo que lo necesitaba, necesitaba aquella aventura en su vida por más riesgosa que pareciera. La tomaría como su despedida definitiva, su última concesión a un mundo que no tardaría en dejar atrás.

¡Y luego ya nadie podría detenerla, nadie podría atarla!

— ¿Soñando con volar fuera de la jaula, pichoncita?

Sin siquiera voltearse a mirarlo Valentina dejó escapar una jubilosa carcajada.

— ¿En serio, Fabio? ¿Cómo has logrado esa fama de donjuán con tan escasa imaginación verbal?

— Ha sido el dinero. — suspiró él dramáticamente sentándose a su lado, y contrario a la reacción que había esperado su comentario pareció divertirlo — Los hombres como yo podemos decir cualquier cursilería que queramos mientras sepamos mantener la billetera abierta y el dinero corriendo.

— Pero… ¿pichoncita? ¡Hace siglos que nadie dice cosas como esa! Pareces sacado de una película de los ochenta. ¿No tienes material actualizado?

— Si quieres puedo cambiarlo: palomita, bebé, tesoro, muñeca. — enumeró — ¿Alguno te gusta?

— Creo que si me llamaras zorra trepadora me sentiría menos ofendida —declaró ella con severidad. Por alguna razón que no llegaba a comprender del todo, detestaba esas formas tradicionales de demostrar cariño, sentía que funcionaban sólo de la boca para afuera y que cuando de verdad se precisaba eran completamente inútiles.

Una sonrisa desafiante subió a su rostro mientras los labios de Fabio se curvaban en una fina línea de disgusto. Jamás había escuchado que una mujer se atacara en voz alta de aquella manera, de una forma u otra, llevaran o no la ambición corriéndole en las venas, la regla general era que trataran de refugiarse tras la imagen de mujeres educadas y decentes. Pero Valentina era una cruda excepción a toda regla, y debía entenderlo de una buena vez.

— ¿Esa es la opinión que tienes de ti misma? —preguntó con severidad.

— Es la que tú tienes. ¿No? — se bajó los lentes con premeditada lentitud y le lanzó un beso coqueto — Preferiría que nos ahorráramos la hipocresía, ¿no te parece?

— Que te expreses de esa manera no ayuda mucho a mejorar tu imagen. Sé que yo no importo pero la gente…

— La gente me importa mucho menos, Fabio. Pero quizás te equivoques, quizás sí me importe lo que piensa alguien como… tú, por ejemplo.

Arqueó el cuerpo cubierto solo con el pequeño traje de baño de dos piezas que él le había comprado, como una florecita que se irguiera para tomar el sol, y él negó con la cabeza con incredulidad. Era una mujer entera, con una soltura tan descarada que rayaba en la desvergüenza, y por más que intentó evitarlo, no pudo menos que sentirse aguijoneado por los celos al pensar en cuántos hombres habrían podido disfrutar de aquella manera su compañía.

Mmmm… no muchos, si lo pensaba bien, eran pocos los hombres en el mundo con suficiente dinero como para llamar la atención de la señorita Lavoeu.

— Ten. — lanzó junto a su camastro las dos pequeñas bolsas que llevaba en la mano — Son los celulares que pediste y un… insignificante regalo de mi parte. Veo que ya descubriste el resto de tus cosas en tu habitación.

— ¿Qué sucede, Fabio, querido? ¿Temes claudicar demasiado pronto si ando desuda por tu casa? De todas formas puedo asegurarte que verme en bragas tampoco va a hacerte la vida más fácil.

Él se inclinó con una sonrisa condescendiente, como el tigre que se ha mantenido al acecho y sabe a su presa sin escapatoria. Le rozó la mejilla con labios deliberadamente húmedos y juguetones, y acarició con la nariz el lóbulo de su oreja hasta que la sintió estremecerse.

— Tal vez no me haga la vida más fácil, bella… pero la hará más divertida.

La imperceptible tensión en las facciones femeninas lo alegró, era un punto más para él, para cuando quisiera torturarla. Y lo cierto era que necesitaba trazar una línea entre los muy encontrados efectos que Valentina le provocaba: era un juguete, un delicioso juguete que lo mantendría entretenido durante el próximo mes.

Se metió en la ducha con el presentimiento de la diversión revoloteándole en el estómago, tenía un par de ideas preparadas para esa noche y estaba seguro de que su regalo ayudaría a suavizarla, normalmente los rubíes engarzados solían provocar un efecto estimulante en el ánimo de las mujeres.

Pero más allá de eso era un hombre seguro, nunca había necesitado escudarse en el dinero para conseguir chicas, tenía el encanto preciso para hacerlas caer como moscas ante la miel, y más tarde o más temprano Valentina se sentiría tentada a descubrir esos encantos.

Sin embargo cuando se acercó a su habitación, esperando encontrarla extasiada ante el lujoso ropera que había mandado armar para ella, la halló ocupando su pensamiento en algo muy diferente. Dos de los teléfonos estaban ubicados sobre el tocador, y la caja de terciopelo negro con el brazalete de rubíes yacía olvidada en una esquina de la cama, conservando aún intacto su envoltorio.

Estaba más que claro que los regalos no eran su prioridad en ese instante, y eso resultaba sumamente interesante, porque significaba que había algo aún más importante o urgente que el dinero. Siguió el sonido de su voz y allí la encontró, frente al balcón, de espaldas a la puerta, erguida y orgullosa como una matriarca, mientras su lengua disparaba furiosas saetas contra el infeliz que debía estar al otro lado de la línea de uno de sus nuevos celulares.

No había en ella ni rastro del acento seductor ni de la chica coqueta. Volvía a ser una bruja sin corazón que al parecer estaba masacrando verbalmente a algún pobre incauto.

— Mi paradero puede ser desconocido, pero eso no es de su incumbencia, señor Abernaty. —la escuchó decir con acento cortante Dejé un paquete a su cuidado y lo quiero de regreso, pasaré a buscarlo dentro de dos noches… Sí, conozco bien la dirección, y por favor señor Abernaty, no llegue en ese volvo traqueteante o todo el mundo volteará a mirarnos. Comprenderá que no me hace particular ilusión que nos vean juntos.

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