Nunca imaginé que terminaría en el asiento de un auto lujoso, junto a un CEO que parecía sacado de una novela, escuchando la propuesta más absurda —y aterradora— de mi vida.
Un contrato de matrimonio.
No pude evitar reír, aunque fue más un suspiro nervioso que otra cosa. Lo miré de reojo. Él no sonreía. Hablaba en serio.
—¿Estás… estás bromeando? —pregunté, esperando que lo estuviera. Que todo fuera una especie de prueba extraña, un test de personalidad de esos que solo los ricos entienden.
Pero no. Su mirada era firme. Inquietantemente serena. Como si lo que acababa de decir fuera tan normal como ofrecerme un café.
Mi corazón latía con fuerza. Sentía las palmas húmedas.
—No puedo aceptar eso —dije, al fin. Mi voz temblaba un poco, pero estaba segura. Lo estaba.
—¿Por qué? —preguntó, sin molestarse. Más confundido que otra cosa.
Respiré hondo.
—Porque no vine aquí para casarme con nadie. Quiero que me contraten por lo que sé hacer, no por… no sé, algún capricho tuyo o por esta conexió