Capítulo 5:

— ¿Qué me estás contando, Gregory? Jamás en la vida me casaré con Elena. Si no fuera por todo el daño que me causó, encima está el hecho de que mi madre la odia. Jamás la aceptaría como nuera. —respondió Felipe exaltado. Primero la negación de Anastasia de casarse y luego semejante bomba.

—Es un vacío legal muy antiguo. La ley dice que en caso de que haya un nuevo rey que no haya obtenido el trono por herencia ni por la fuerza tiene que hacerse cargo de la antigua familia. Correr con sus gastos, con sus estudios. Y en caso de ser de géneros distintos tiene que casarse con esa persona.

—Es arcaico, Greg. Estamos en el siglo XXI. No hay alguna manera de rodear ese artículo sin desobedecerlo.

—Pues no —William se unió a la conversación. Él mismo se había pasado horas buscando salidas. No había encontrado ninguna— .Los reyes antiguos fueron claros y los muy puñeteros hicieron caso omiso a las curvas. No se puede hacer nada.

—Estamos sumergidos en la actualidad —continuó Gregory— pero, en ciertos aspectos seguimos siendo antiguos. La ley puede derogarse con el apoyo de todos los miembros del Consejo. Pero solo el rey puede sugerirlo. Es algo que puede tomar meses. Y no tenemos ese tiempo. Este pueblo siempre ha creído en el valor de la familia y nadie mejor para mantener los pies de un rey en el suelo que su propia esposa.

—Joder es que es el colmo. Con la mujer que detesto tengo que casarme. Esto es de locos ¡Maldición!

—No digas malas palabras, hijo. No es adecuado.

— ¿Adecuado? Adecuado mis timbales. Es que si hay un momento para vociferar es este.  —replicó Felipe gritando.

 William lo miró derrotado y Greg, compungido. Nadie habría adivinado esa carta que le tenía preparado el destino. Felipe tenía unos principios bien arraigados y amaba a su pueblo por sobre todas las cosas. Nada le impediría casarse con la mujer que había destrozado su vida. Esa decisión ya estaba tomada. No había vuelta atrás.

 Felipe salió de la habitación con la cabeza gacha. Nada lo había preparado para semejante giró del destino. Se perdió en los pasillos y fue a uno de sus lugares preferidos de niño. El pequeño laberinto que había detrás del castillo. No quería recordar pero todo le traía recuerdos. La mano de Elena estaba en todo sitio y lugar al que mirara.

 En ese mismo lugar él le había sacado una espina del interior de la mano. Le había dicho que era una niña muy valiente y había logrado que esos dos lagrimones que corrían por sus mejillas, se extinguieran.

 La quería como su amiga. Y pudo ver como con catorce años era bien bonita. Le habían quitado ver sus otros cambios. Había vivido demasiados cambios en un corto período de tiempo.

 Se encaminó a la zona rocosa de la isla. Esa que bordeaba un acantilado de unos cuantos metros. De ahí podía ver los pequeños botes y casas cercanas a la playa que estaban en el puerto. El aire puro calmó sus sentidos e hizo que su corazón recuperara su latido normal. Sus pasos se volvieron lentos y se dedicó a contemplar el paisaje. Esa breve caminata había sido muy provechosa. Había elaborado un plan.

 En el momento que tocó la pequeña puerta de madera tenía todos los pasos conformados. Nada saldría mal. Si no, sería su ruina.

 Había investigado donde estaban cada uno de esos crápulas. Lo menos que quería era perderlos de vista. Sabía que Elena e Iley se quedaban en una acogedora casa frente al mar propiedad de la anciana y que Emiliano iba de un lado a otro. Hotel tras hotel. Se veía que le gustaba el lujo.

 La casa tenía descacarañada la pintura de los marcos de la ventana. Tenía un porche con dos sillones y se podían ver dos cuartos en la planta alta. Era pequeña pero, bien bonita. Con su cercado y completamente pintada de blanco.

 Una brillante sonrisa lo recibió. Sonrisa que se fue apagando poco a poco cuando Iley comprendió quien estaba al otro. Lo invitó a pasar con una mueca que indicaba que no quería problemas. Que el podía ser el Rey supremo pero que de su puerta para dentro la que mandaba era ella.

— ¿Era Camilo con los pasajes? —preguntó una voz de la cocina— .Me muero de ganas de salir de este maldito país.

 Felipe le hizo un gesto a Iley para que no admitiera quien era en realidad. Quería saber la opinión que tenía Elena. Le daba igual muchas cosas pero si esa mujer iba a ser su esposa, debía de conocer como era en la actualidad.

— ¿Te llevo la panetela con helado, viejuca? —volvió a preguntar Elena— .Me quedó para chuparse los dedos y comer otro pedazo más.

 Ante el silencio a sus preguntas, Elena salió con dos platillos con pastel de chocolate, que tenía tremenda pinta. Sólo para que se le resbalaran de las manos y cayeran al suelo haciendo tremendo estruendo.

— ¿Y a mí no me brindas un pedazo princesa? —preguntó Felipe en burla— .Mejor que no. Con el odio que veo en tu mirada capaz de que me envenenes.

—Fuera de aquí. No eres bienvenido. Me sacaste de tu casa y lo hice con gusto pero aquí ni tiñes ni das color. Lárgate —dijo con furia señalando la puerta. Nadie sabía que esa casita frente al mar era suya. Estaba a nombre de Iley porque había querido evitar problemas pero con sus ahorros la había ido construyendo poco a poco. Se había demorado algunos años pues la quería a su gusto. Un lugar al que escapar. Un lugar al que volver.

—Tenemos que hablar, Elena. Ahora.

 Y fue la simple orden lo que hizo que Elena se envarara. Ella no recibía órdenes de nadie. Menos de un mequetrefe que se creía que podía comerse el mundo por tener las cuentas bancarias a rebosar. Elena había hecho sus tareas. Había buscado a Felipe Rinaldi en Internet. Se había alegrado de sus logros. Pero había disfrutado más que no estuviera en Talovara. Que no viera como estaba su país natal.

—Nos deja a solas, señora. —Y no fue una pregunta fue una afirmación. Felipe estaba acostumbrado a mandar. Desde pequeño ese había sido su rol. Pero sabía que para que todo le saliera bien tenía que tener un poco más de tacto. Más de cuidado.

—No. Iley no se va. Lo que me digas me lo puedes decir delante de ella. De igual forma más tarde o más temprano se enterará.

—Está bien. Tienes que casarte conmigo.

 Y la carcajada que le dio Elena le puso los pelos de punta pero él estaba preparado para todo. Nunca había amenazado a una mujer pero esa vez utilizaría esa carta. Y lo haría de ser necesario.

—Si no lo haces te envío a la cárcel. Dicen que para las muchachas bonitas como tú es un verdadero calvario. Y me encantaría darte una cucharada de tu propia medicina

 La sonrisa de Elena se esfumó de su rostro. Palideció a tal punto que parecía un cadáver. Al ver el temblor de su labio, Felipe se arrepintió de sus palabras pero no le quedaba opción. Talovara era lo primero y si para el futuro de su reino tenía que convertirse en una persona cruel con esa mujer, lo haría. Esa situación él no la había buscado, ni siquiera le gustaba pero no había otra. Y si él tenía que sufrir ese matrimonio que no deseaba ni quería. Elena también lo haría. Era cierto que bajo peores bases no podían casarse pero, era lo que había.

—Nos vemos, princesa.

— ¿Y ahora que hacemos niña? No nos podemos marchar.

—Si lo haremos viejuca. Hay que cambiar los planes. Nos marcharemos antes. No vuelvo a estar encerrada en ese castillo de mala muerte nunca más. No recojas eso —le dijo a Iley cuando vio que iba a agacharse— .Lo haré yo. No quiero que te cortes.

—No puedes desobedecer una orden directa del Rey de Talovara, Elena.

—Felipe todavía no es rey. Y lo voy a aprovechar. Y si no puedo volver aquí, lo lamentaré en el alma pero que así sea. Quiero ser libre. Y un marido no va a destruir mis planes.

—Te puede castigar si se entera.

—Pero no va enterarse. No se lo dirás tú y yo menos. Y ojitos que no ven, corazón que no siente.

 Ninguna se dio cuenta que la puerta había quedado entreabierta y que unos ojos oscuros habían escuchado toda la conversación.

 Felipe había regresado para aclararle un punto cuando escuchó lo que tramaban. Dejaría que las piezas cayeran en su lugar y después actuaría. Quería ver hasta dónde estaba dispuesto a llegar Elena. Y si algo conseguiría sería rendirla su voluntad. Elena Fonetti lo obedecería o él se dejaría de llamar Felipe Rinaldi. Y si algo tenía su carácter era que no soportaba las derrotas. 

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