130. AUTORRETRATO

El señor Andrés Muñóz miró a su hija con sorpresa y luego sonrió, asintiendo con la cabeza. Llevaba tantos años deseando ver qué había debajo de esa sábana, que no podía creer que había llegado el día en que al fin supiera lo que contenía ese enorme cuadro que su esposa le había hecho prometer en su lecho de muerte que no lo vería antes que su hija, y lo había cumplido.

Montones de veces durante todos los años en que ella faltó, porque se había ido dejándolo solo criando a una niña, estuvo a punto de levantar la sábana, pero en el último momento se arrepentía y no lo hacía, y al escuchar a su hija soltó un suspiro.

—Eso suena maravilloso, Trinidad —dijo, su voz llena de emoción—. Tu madre estaría muy orgullosa de ti.

Hugo también sonrió, apretando la mano de Trinidad con cariño. Aunque no había conocido a la madre de Trinidad, había oído hablar mucho de ella y de su talento como artista. Estaba emocionado de poder finalmente ver su trabajo.

Juntos, los tres se dirigieron al sótano
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