Cayó la noche y Keith entró en la habitación.
Yo estaba acurrucada en la cama y vi cómo él cerró la puerta de golpe.
—¿Qué haces de pie? —Le di unas palmaditas a mi lado y le dije intencionalmente—. ¿Acaso después de casarnos, vas a seguir aquí de guardia?
Él no dijo nada. Avanzó con grandes pasos, se quitó la capa exterior y mostró sus hombros y espalda con contornos duros y angulares.
En su cuerpo, las viejas cicatrices se entrecruzaban con las nuevas, huellas de sus constantes batallas.
Se inclinó y me sujetó los hombros, atrapándome entre su brazo y la cama. Su aliento olía a un fuerte licor de pino: —¿Quién me dijo hace un momento que subiera a la cama?
Alcé la vista notando que su mandíbula estaba tensa, le toqué el lóbulo de la oreja y efectivamente, estaba abrasadoramente caliente.
—¿Qué pasa? Príncipe Keith, ¿acaso no te atreves a tocarme?
Él se echó a reír bajito y me mordió la comisura de los labios con una fuerza innegable: —Tú eres mía. ¿Por qué no me atrevería?
Pero cuand