Fira no mintió cuando le advirtió que sentiría un hambre terrible a la mañana siguiente. Las tripas le rugían como si estuviese a punto de caer en inanición; tal era su necesidad de comer, que ni siquiera se percató que la única prenda que llevaba puesta eran las vendas alrededor de sus manos y costillas.
En la mesa del comedor se encontraba un banquete servido, salivaba solo de contemplar las cuantiosas viandas que contenían un surtido de alimentos que se le antojaron deliciosos. Se había sentado a la mesa y servido la mitad de los huevos revueltos de una de las fuentes cuando Fira apareció desde la cocina con una enorme jarra de café humeante y dos tazas de vidrio que dejó frente a él.
―Esto sabe delicioso ―dijo tras engullir dos bocados de comida, continuó hablando con la boca llena―. Para no saber cocinar esto está de otro mundo.
Ella se rio, sirvi