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Cuando se es niño, el mes de diciembre, aparte del de tu cumpleaños, es lo único que deseas que llegue. Todos en nuestra infancia anhelamos ese regalo que le pedimos a Santa por medio de una cartica porque nos hemos portado bien durante todo el año.

Recuerdo haberme portado mal la mayoría del tiempo, mamá siempre me amenazaba con que Santa me traería carbón por mi desobediencia, sin embargo, siempre encontraba debajo del árbol el regalo que quería. Eran días felices, una época de amor y felicidad, ¿Entonces, eso cuando cambió? ¿Desde cuándo mis navidades son tristes y desastrosas? ¿Desde cuándo mi vida cambió en un abrir y cerrar de ojos? Sí, desde el día que mamá murió.

Me seco las lágrimas que no sabía que estaba derramando y miro el teléfono que suena al lado de mi cama donde me encuentro enrollada con una enorme manta y de donde no he querido salir desde hace cinco días. Casi una semana ha pasado desde el día del escándalo con Ryan O’Brien, cinco días y aún se sigue especulando y hablando sobre su supuesto noviazgo. La notificación en mi móvil no es más que otro seguidor nuevo.

Desde ese día mis redes sociales crecieron de una manera exagerada. Recibo llamadas y mensajes de periodistas, influencer y marcas de las que me han propuesto ser la imagen, me han ofrecido sumas de dineros exorbitantes para hablar sobre mi supuesta vida privada con el imbécil del señor O’Brien, pero lo que más me molesta y aterra en este momento no son mis redes sociales. Lo que realmente me mantiene escondida sin salir de mi cama es que el empresario ha cumplido su promesa. Me ha demandado.

¡Él muy estúpido me ha demandado!

Argumentando que he dañado su imagen y la de su empresa, que los números en su cuenta han bajado considerablemente desde el bochornoso escándalo en el que se vio envuelto.

¡Maldito O’Brien!

¿Y qué hay de mí?

No he tenido pérdidas materiales porque ni siquiera tengo algo que pueda perder, pero, desde ese día, no han parado de llegar mensajes desagradables sobre mi apariencia, estado económico o posición: “Mírate, no eres nadie” “debe vivir en un cuchitril” “Usa esa ropa que es de pobre”… Y todos los insultos que se le pueden decir a una persona.

Me levanto de la cama cuando escucho el timbre sonar, rogando que no sean niños ofreciendo galletas navideñas. Abro la puerta y delante de mí hay dos hombres vestidos con elegantes trajes y portafolios en las manos que se miran entre sí y luego a mí.

—¿Estás seguro de que esta es la dirección? —Buscan unos papeles y verifican que sí lo sea.

—Si esta es— le informa uno al otro y hablan entre ellos como si yo no estuviera—¿Y de dónde se supone que pagará?, solo mírala.

Hago lo que uno de ellos dice, me miro. Tengo el cabello despeinado, estoy descalza y posiblemente con un pijama que no cambio hace dos días.

—En visto que no ha respondido al correo, hemos venido en representación de la empresa O’Brien Beauty a entregarle la citación de la demanda. Tiene dos días para cancelar su deuda—. Me entrega unos papeles y al no declarar nada se marchan.

Ojeo los papeles y es una cantidad absurda lo que el imbécil de O’Brien pretende que le pague. El timbre vuelve a sonar y cuando abro la puerta para decirle a sus abogados que me parece ridícula la cifra me encuentro cara a cara con mi arrendatario que no se ve muy contento y empieza a gritarme.

—Mentirosa—, me señala enfurecido—. ¿Eres la novia de uno de los hombres más ricos del país y no tienes como pagar el arriendo?, me cancelas hoy mismo o mañana me desocupas. O veo mi dinero en mis manos o encontrarás tus cosas en la calle—. Me siento cansada para refutar, así que igual que con los abogados cierro la puerta sin decir nada.

Miro a mi alrededor y me veo reflejada en el interior de la casa. Está desordenada, igual que mi vida; hay cosas tiradas por todos lados, polvo sobre las superficies, platos sucios y comida dañada en la cocina. Es como si mi vida se hubiera detenido hace cinco días. Pienso en mamá y en lo que sentiría al ver en lo que me he convertido. Lloro y no sé cuantas veces lo he hecho en los últimos días. Vuelvo a mi cama, la única parte donde me siento segura.

Me despierto después de una pequeña siesta y voy directo a la cocina donde no encuentro nada que comer, me veo obligada a ir al super así que me pongo un abrigo por encima de mi pijama y botas para la nieve, busco en mi bolsa, pero no encuentro dinero. Intento no llorar, no quiero llorar más, no quiero seguir lamentándome. Debo buscar que hacer, tengo que conseguir un empleo.

Agarro unas cuantas monedas y salgo hacia el supermercado, veo a parejas felices dándose calor, niños jugando que les parece divertido lanzarme bolas de nieve por la espalda y a un viejo gordo disfrazado de santa cobrando por tomarse fotos con él en una esquina. Al lado de él hay alguien que me parece conocido, un hombre que no alcanza el metro de altura disfrazado de duende. Lo reconozco de inmediato.

—Ey tú—, señalo al enano mientras camino apresurada hacia él—. Eres tú. Tú eres el culpable de todo lo que me pasa.

—Es la loca—, dice cuando me ve—, te recuerdo. Me pateaste hasta dejarme cojo por varios días—. Se esconde detrás de santa para protegerse de mí—, no te molestaré, te lo juro. Solo déjame trabajar. Tengo hijos que mantener.

El señor de peluca blanca que hace de Santa carraspea en medio de un “Ho Ho Ho” al ver que los niños que esperan por la foto nos observan. El elfo se acomoda al lado de santa y ríe para la foto, dejo que hagan su trabajo y cuando han terminado lo encaro.

—Necesito que me quites la maldición qué me echaste—, digo yendo al grano y él me mira extrañado—. No te hagas el inocente porque no dudaré en patearte otra vez y esta vez será en una parte más dolorosa.

—Eh… sí, la maldición—, mira a Santa y este se encoge de hombros. Le hago amague de golpear y él lleva sus manos a sus partes nobles—. Espera, si la maldición—, se quita el gorro de elfo y saca de él una pieza rara qué no le encuentro forma y me pide que la sople, lo hago y empieza a decir palabras extrañas que no entiendo.

»A partir de ahora tu suerte cambiará, todo lo que ocurra en tu vida, positivo será—, termina la frase con una sonrisa en su rostro.

—¿Gracias? —digo no muy convencida de lo que acaba de pasar. Sigo mi camino al super, pero él me detiene.

—Espera, para que funcione debes darme lo que me negaste la última vez— extiende la mano esperando que yo le entregue algo—, los cigarrillos—, aclara.

Miro las pocas monedas que me quedan y me debato si entregárselas o no, finalmente lo hago.

—Recibirás buenas noticias pronto—, dice para desaparecer doblando la esquina. En ese preciso momento mi celular suena cuando llega un correo donde leo:

Asunto: Ryan O’Brien.

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