En medio de las repisas con escasos libros y unas cortinas que cerraban con elegancia las ventanas, se encontraban Nathan y su esposa.
«Me iré mañana a primera hora», pensó Ariadna, con la vista fija en el rostro serio de su marido.
Él le contaba cosas sobre la visita de su padre; algunas le parecían verídicas y otras bastante fantasiosas. La joven prestaba atención con una mezcla de tristeza y humor involuntario. Nathan hablaba y hablaba sin importar que su discurso careciera de elocuencia.
La gravedad de sus sentimientos se veía matizada por palabras de absurda ligereza.
Acompañar y comprender los conflictos de su esposo no debería ser algo malo. Sin embargo, las manos masculinas que comenzaron a acariciar sus caderas indicaron que la situación se tornaba "incómoda".
—Duérmete —le pidió ella, y luego se apartó en un intento por zafarse de su peligroso agarre.
Nathan acortó la distancia entre ellos, sus músculos se tensaron cuando apoyó su cuerpo sobre el de ella, y fue conscien